Otra de las pecualiaridades de Puerto Príncipe por aquella época, era la siesta. Tenía lugar de dos a cuatro de la tarde en el invierno, y de tres a cinco en el verano. Era una especie de paréntesis abierto en medio de la vida activa y laboriosa de la ciudad: un interregno o suspensión completa de los quehaceres: una parte de él se dedicaba a la mesa, otra parte al descanso. Durante ese par de horas, todos los negocios se interrumpían; la vida huía de las calles, para concentrarse en el hogar, a él se replegaba lo mismo el rico hacendado que el humilde menestral; todo movimiento cesaba en la vida púbica, apenas se veía gente cruzar por ella, los carruajes dejaban de rodar, los establecimientos entornaban sus puertas; Puerto Príncipe semejaba en esos momentos un pueblo, cuyos moradores hubiese emigrado acosados por el hambre o la peste. La tregua, empero, tenía fin, y la animación tornaba a reinar: todo enseguida volvía al estado en se hallaba antes que aquella tuviera principio.
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Tomado de "Camagüey antes de la guerra", de José María Abraido y Sarmiento, publicado en el Diario de la Marina, junio 1882.
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