Thursday, October 26, 2023

Esteban de Jesús Borrero (por José Ramón de Betancourt)


No es posible recordar el movimiento literario de Cuba, particularmente en el Camagüey, sin que venga a la memoria y al corazón el nombre de Esteban de Jesús Borrero. 

Por lo que a mí toca, declaro que siempre encontré en sus producciones algo que reflejaba el azul de nuestro cielo, el fuego del sol tropical, la dulzura del canto de nuestras aves, la la suavidad de la brisa y el eco de esas armonías vagas, misteriosas y melancólicas que se perciben en la espesura de nuestros bosques y que sólo a los verdaderos poetas es dado comprender y revelar en toda su pureza y encanto. 

Cuando vi por primera vez a Esteban de Jesús Borrero, ya sabía de memoria algunos versos de T. Besané, que hubieron de agradarme hasta el punto de desear vivamente conocer a su autor. 

Un día que fuí a la imprenta de El Fanal de Puerto Principe a visitar a mi buen amigo don Pedro Emilio Peyrellade, le encontré en el cuarto de la redacción, tertuliando alegremente con tres jóvenes  que desde luego me parecieron muy simpáticos. 

Era uno de elevada estatura, negros y rasgados ojos, mirada profunda y triste, severo continente y cierta energía en los modales, que revelation, no la exaltación de sus ideas, que conoci después, pero sí la firmeza de su carácter. 

Toda persona que le hubiera estudiado algún tiempo, habría adivinado que era de los escogidos para mártir de la revolución cubana, que ya se presentía. 

Me contraigo a Antonio María de Agüero y Estrada, que, en efecto, murió en 1851 sobre los campos del Camagüey y a consecuencia de las heridas que recibiera en el combate de San Carlos. 

Era el otro un joven peninsular, de gallarda presencia, rostro pálido, ojos claros, cabello castaño, o más bien rubio, y sonrosada boca: joven que por aquel tiempo tenía más afición a los libros de versos que a los de la casa de comercio de Carrias, de que era uno de los dependientes principales, aunque después de cierto tiempo le encontré en la Habana, hecho todo un comerciante y tal vez ruborizado de haber perdido algunas horas de su juventud en el comercio de las Musas, que dan, y particularmente bajo los trópicos, flores, espinas y desazones, en vez de oro y crédito cotizable en una plaza de primer orden. 

Llamábase este joven, y ojalá que todavía lo fuera, Claudio Iglesias. 

Distinguíase el tercero por su ancha y morena frente, coronada de larga melena mas negra que el ébano. Sus rasgados ojos, sin ser bellos, tenían algo de la mirada del águila y del candor afectuoso de la paloma, y había en su continente tal naturalidad y gracia, que no era posible, después de haberle oído un momento, dejar de quererle. 

Tal era Esteban de Jesús Borrero.

A todos me presentó mi antigo y sabio maestro el Sr. Peyrellade, con tal finura, que a los pocos minutos ya nos tratábamos como si siempre nos hubiéramos conocido. 

-Caballeros, -nos dijo; -se han reunido ustedes aquí en este instante enviados por la Providencia, porque acaba de llamarme el regente para decirme, que la novela del folletín se ha concluído, dejándole dos columnas vacías, que es necesario llenar inmediatamente con originales, y ustedes me los han de dar. 

Nos miramos los unos a los otros. 

-No hay que vacilar, -añadió Peyrellade, dando a cada uno una cuartilla y un lápiz. Necesito cuatro poesías, pero que no se hayan publicado antes. 

-¡Al agua, muchachos! -exclamó Esteban Borrero, alzando alegremente su brazo dere-cho. Pero ¿qué hacemos? -añadió sobrecogido y blandiendo el lápiz. 

-Poca cosa, -dijo el Sr. Peyrellade, con aquella gracia que le era propia; -encárguese cada uno del retrato de su novia. 

-Bien, —dijo Claudio Iglesias; -yo haré el de la mía, porque la tengo aqui; -y señaló el corazón. 

-Yo la tuve, -exclamó Agüero, ―y ojalá no la tuviera. 

-Quiero tenerla, -dijo Borrero, sonriendo, mientras yo escuchaba en silencio. 

-Pues ya hay tema para cada uno: La que amé, La que amo, La que amaria y La que debo amar. Repártanse ustedes esos puntos de común acuerdo, y ya saben que no hay tiempo que perder. 

Así lo hicimos, y pocos minutos después cada cual entregó su obra

¡Y sonetos! -dijo Peyrellade, sonriéndose, al recibir aquellos papeles. 

-¿O semos, o no semos? -exclamó Borrero, reteniendo el suyo, mientras que yo todavía rebuscaba en el cerebro un consonante que con más propiedad terminase el mío. 

-Lean ustedes, -dijo Peyrellade; -aquí tiene usted su soneto, Sr. Agüero, a quien, como mayor de edad, toca empezar. 

Hízolo así con voz campanuda (como de Agüero al fin), y vimos todos en su composición, muy correcta por cierto, el rugido del tigre celoso, que quería desgarrar la pérfida que lo engañó. El soneto se titulaba La que amé

Siguió a éste el de Claudio Iglesias, A la que amo, alegre como unas pascuas. Había en él cielo azul, rosas entreabiertas, concha de perlas, labios de coral, brisa perfumada y no sé cuantas otras cosas engarzadas, con tanta delicadeza y gracia, que la composición nos pareció encantadora. 

Siguió Esteban Borrero  La que amaría leyó, abriendo los ojos todo lo que pudo.  

-Veamos, ―murmuró don Emilio. 

Borrero continuó: 
«No a una mujer,  un ángel amaría: perdónenme los ángeles por ello ...»
No recuerdo más del soneto, pero sí que crecía de tal modo la curiosidad y el interés de cada verso, que al llegar al último, no pudimos menos que agitar nuestras manos aplaudiéndole. 

Llegó la hora del mío, el más débil de todos, pero que alcanzó la fortuna de ser favorablemente acogido en el Camagüey; lo que, sin duda, debió a sus acompañados y a la curiosidad que los títulos despertaron. 

Siento en el alma no conservar esos sonetos para insertarlos aquí, y más todavía tener que copiar el mío, que he guardado como recuerdo del principio de mis relaciones con uno de los camagüeyanos de mejor entendimiento que he conocido.

La que debo amar

No quiero un ángel, no: en ilusiones 
así miraba á una mujer divina, 
mas busqué el alma y la encontré mezquina,
juguete vil de necias impresiones: 

no quiero la mujer cuyas pasiones, 
ardientes como el sol que me ilumina, 
en el lecho de infame Mesalina 
me haga olvidar mis castas afecciones: 

quiero un alma sencilla, tierna y pura 
que la virtud anime con su llama, 
que en su fiel corazón guarde el tesoro 

de mi honor, mi consuelo y mi ventura: 
así es la virgen bella que me ama, 
así la debo amar, así la adoro.
Desde ese primer día de nuestro conocimiento, hízose éste cada vez más intimo entre Esteban de Jesús Borrero y yo, hasta el punto, de que rara semana pasaba sin que tuviéramos algo que comunicarnos de nuestros entretenimientos literarios. 

Algunos trabajos publicaba el poeta bajo el seudónimo de T. Besané; otros los rompía después de leídos, a pesar de que yo siempre encontré en ellos espontaneidad, entusiasmo, belleza y exquisito gusto. 

Pero a él nada le satisfacía, comprendiendo que lo mejor había quedado en su cerebro o en el fondo de su corazón, y terminaba siempre por decirme - Necesito estudiar. 

Era esto la gran dificultad para él, por la natural indolencia que se advierte en los hijos de un suelo exuberante y rico que brinda lo que produce sin necesidad de esfuerzos, trabajos ni sacrificios. 

Su espíritu, esencialmente poético; su imaginación centelleante, su inteligencia clarísima y fecunda, adivinaban todo lo que tenía que aprender y lo que nadie hubiera podido enseñarle. 

Por otra parte, su carácter tenía rarezas incomprensibles. Era, en verdad, negligente; pero lo atribuía a su constitución enfermiza, que a todos, por el contrario, se nos figuraba sana y robusta. 

Escribía casi siempre en pedacitos de papel, y a veces, en el blanco que quedaba de la cajetilla de cigarros de su uso; y, al leerme estas composiciones, solía emplear esta frase: -Oye, muchacho, y dime la verdad. 

Jamás le oculté mi juicio. - Tú no necesitas, -le decía yo, -estudiar los clásicos españoles. Por intuición los conoces, y adivinas el gusto que ellos te pudieran infundir; pero conviene que lo ratifiques hojeando sus libros con frecuencia. 

-No lo hago, -me contestaba, -porque deseo recibir todas las impresiones de nuestra naturaleza virgen y floreciente, y temo copiar las bellezas que aquéllos han apurado. 

Un dichoso tomeguín que revoloteaba en su romance a la Avellaneda nos hizo pasar algunas horas de conferencias, sin que se resolviera a quitar de allí el pajarillo; hasta que al fin consultó su obra, antes de leerla al público, con nuestra ilustre poetisa. 

-Déjelo usted, ―le dijo ella, —- pues un tomeguín que me regaló mi madre, cogido en los campos del Camagüey, fué, en efecto, mi primer amor.

-Ya lo ves, -me dijo, radiante de alegría; - no te hubiera perdonado nunca que sacrifica- ras el pajarito camagüeyano, á la severidad estética de tus clásicos. 

Prefería a todo la originalidad y el aire de la tierra, que baña muchas de sus composiciones, y particularmente las dedicadas a una Marta, que ignoro todavía si llegaron a publicarse. 

Acuérdome que cuando fui a Puerto Príncipe, en 1859, a pasar una feria de la Caridad, me leyó varias poesías, que yo encontré bellísimas, y sobre todas, una que él mismo recitó en la espléndida velada con que la Sociedad Filarmónica quiso obsequiarme. 

Hice todo lo posible por conocer sus versos antes de esa noche, siquiera para contestar algo análogo; y, a pesar de la confianza que entre nosotros reinaba, no pudo acceder a mi ruego. 

-No, -me contestó; -me los vas a echar a perder. Componte como puedas y di lo que se te ocurra, en la seguridad de que aplausos y cariños no han de faltarnos. 

Deploro no tener ahora a manos esos versos, ni siquiera aquellos con que contesté al saludo del Camagüey y el de su dulce y favorito poeta Borrero. 

Era tal su amor a todo lo que podía honrar la tierra natal, que, a pesar de su modestísima renta y de la inercia de su carácter, tan pronto como supo que yo me proponía coronar la Avellaneda en el Liceo de la Habana, voló a esta ciudad para ayudarme en mi empresa y llevar a la hermana la ofrenda de su genio y de su alma en La voz del Tínima, composición que obtuvo el juicio más lisonjero de la Sección de literatura y del Jurado, y los aplausos más entusiastas del público que concurrió a ese solemne acto. 

Este romance corre impreso en el cuaderno que se publicó sobre la coronación de la Avellaneda el año 1860, y hay otras de sus poesías que figuran en el tomo de aguinaldos que repartió El Fanal en los años de 1847, 48 y 49. 

Pero las más importantes para él, y las que hubieran podido darle más gloria, las conservaba inéditas. 

Recuerdo que, cuando se construía el teatro Principal del Camagüey, varios amigos le animamos para que escribiese la comedia con que debía estrenarse, y yo no sé dónde halló una historia de los bucaneros que recorrían el mar Caribe en el siglo XVII, y una noticia más o menos exacta de la vida de Enrique Morgan. Es lo cierto, que en pocas horas trazó el plan de un drama, relacionándolo con las costumbres patriarcales del Camagüey en aquella época, y con el valor que acreditaron sus hijos al rechazar la invasión pirática. 

Pero sólo tres cosas escribió de este drama: el plan, que agradó a todos; su titulo El Filibustero, cuya palabra no había adquirido entonces en Cuba la importancia y significación que después de algunos años tuvo; y la escena final o el desenlace. 

A medida que la fabricación del teatro avanzaba, los amigos de Borrero acudían a él para estimularlo a completar su primera obra dramática. 

Todo fué inútil, y los borradores deben haber quedado entre sus papeles, con otras muchas poesías que hubieran elevado su nombre a la altura de los primeros escritores antillanos. 

Yo deploraré siempre que no se hayan recogido y coleccionado sus producciones, como hubiera sucedido indudablemente sin la guerra, que esparció por inciertos rumbos los hombres de más valer y las cosas más dignas de estimación para nuestro pobre país. 

La guerra también me separó de Esteban Borrero, de quien no volví á tener noticias hasta que recibi la muy infausta de su muerte hallándome yo en París. 

Mucho tiempo hacía entonces que no tomaba la pluma para componer versos. La política esta ingrata asesina de las Musas, había matado la afición que por ellas senti en mi primera juventud. Afición digo, porque, en verdad, no podía ni puedo alegar otro motivo para acercarme a esa deliciosa fuente, que sólo brinda sus purísimas aguas a los elegidos del cielo. 

Conservaba (¿a qué negarlo, si mis lectores lo ven?) el atrevimiento de improvisar décimas o escribir octavas octosílabas, que salían de mis labios y de mi pluma, casi sin que de ello pudiera darme cuenta, en los brindis de banquetes familiares o en los álbums de mis amigos más íntimos. Pero no pude resistir a la necesidad de desahogar la pena que me causó la muerte del compañero de mi juventud: le hice unas quintillas que no me atreví a publicar, no obs tante haber pasado por la censura de José Silverio Jorrín. 

Hecha la paz de Cuba, regresé a la Habana en noviembre de 1878, y a principios del año siguiente fué a verme a mi casa de la calle de la Reina uno de mis amigos más queridos y de los hombres más ilustrados y más amantes de Cuba que conozco. Me contraigo a Nicolás Azcárate.

-Necesito, -me dijo, -que V. me acompañe pasado mañana a hacer una buena obra en favor de Alfredo Torroella, que ha muerto, dejando a su familia en tristísima situación. He proyectado, en mi carácter de Presidente de la Sección de Literatura del Liceo de Guanabacoa, una velada, con el solo objeto de abrir suscrición para su viuda y sus hijos. 

-Cuente V. conmigo para todo, -le respondi. 

-Pues bien, -me replicó; -prepare V. algo en prosa o verso para decir o leer en esa velada, en el concepto de que no se admiten excusas. 

¿En verso? En verso nada, porque yo no soy poeta. En prosa diré lo que pueda, aunque he venido aquí a vivir encerrado en mi casa, y pudiera ayudar a esa familia de otro modo. 

-Basta: tengo la palabra de V., y me despido hasta pasado mañana, a las ocho de la noche, en el Liceo de Guanabacoa. 

Y fui, en efecto, al Liceo, y Azcárate me condujo hasta la tribuna levantada en su salón principal, lleno de lo más granado de la sociedad habanera, que nos recibió con grandes aplausos, debidos sólo al organizador de aquella piadosa y brillante fiesta. 

Dije en ésta no sé qué cosas, que después recorté de los periódicos, y voy a reproducir en estas páginas. Leí en seguida los versos que había compuesto en París sobre la muerte de Esteban Borrero, versos que llevaba en el bolsillo con la idea de salir del paso como pudiera. 

La idea se realizó: la suscrición en favor de la familia de Torroella se hizo, y yo tomé nota de todo lo que allí pasaba, sin pensar que más tarde podía servirme para encerrar en este capítulo el recuerdo, inolvidable para mí, de la noche del 28 de febrero de 1879, que pasé en el Liceo de Guanabacoa. 

Sigue aquí lo que en esa noche dije, y mis versos. 

Señoras y Señores:

Agradezco con toda mi alma la bondadosa acogida que me dispensáis, y la irresistible invitación del señor Presidente, mi buen amigo don Nicolás Azcárate, para que contribuyese con mi debilísima palabra al homenaje que hoy consagra este floreciente instituto, a la memoria de nuestro querido poeta Alfredo de Torroella. 

Vengo, pues, no sólo á responder al llamamiento del Liceo de Guanabacoa y a cumplir con la amistad, sino a llenar los deberes que me imponen mi amor a las letras y a la tierra que me dió la vida. 

Y digo esto, porque honrar la memoria de Alfredo Torroella, es pagar una deuda que to-dos contraemos con esos seres que nacen para recoger en lo más íntimo del alma, y reflejar en su expresión más sencilla, pero siempre bajo una forma conmovedora, los sentimientos más delicados, las pasiones más nobles, los deseos más naturales , las tristezas más profundas, las esperanzas más risueñas y las glorias más puras de la patria. 

Esos seres no se pertenecen: todo lo sacrifican  sus semejantes; pierden su individualidad para identificarse con el país, hacer su propia vida, distinguir la época que alcanzaron y abrir nuevos horizontes hacia lo bueno y lo bello, ofreciendo, a la par, consuelos y alentadores propósitos. Así comprendo yo la verdadera misión del poeta. 

Hoy honramos dignamente a uno de éstos, y perdonad si recuerdo otro también que he conocido y de quien me permitiré hablaros un breve momento, porque sin duda pertenece a esa familia privilegiada; y encuentro maravillosos puntos de contacto, entre su vida literaria e intima, con la de Alfredo Torroella; porque también le debemos consideración e inmensa gratitud todos los que nos dedicamos a este género de estudios en la grande Antilla. 

Alfredo de Torroella nació en la Habana, y Esteban de Jesus Borrero, a quien me contraigo, fué hijo del Camagüey; pero ambos existieron para cantar en un mismo laúd y en unisonas notas las bellezas de esta preciosa tierra, presentir y alentar sus deseos más nobles con idéntico entusiasmo, llorar sus desengaños y sus dolores con la propia amargura, sufrir parecidas miserias y persecuciones con igual abnegación, y atravesar con los pies desnudos el áspero sendero de una proscripción voluntaria durante diez años, para volver, en fin, al suelo natal, sólo a pedir un sepulcro seguro, donde dormir eternamente en paz a la sombra de sus palmas. 

Encuentro, sin embargo, una diferencia en este punto. Alfredo de Torroella fué conducido a la mansión del reposo en vuestros brazos, con un laurel ceñido á su frente marchita por el sufrimiento. 

Esteban de Jesús Borrero ha muerto bajo el peso del infortunio, que le persiguió siempre, hasta su último suspiro; y ha muerto en la oscuridad, que dejó, sin embargo, tachonada de estrellas, como noche de los trópicos. 

Yo, señores, que conocí a esos dos poetas, que los amé en sus obras y que conservo el reflejo purísimo de la fe de mis mayores; yo, que creo en otra vida, me parece ver en este instante solemne a dos almas que se buscan, se abrazan y sonrien en el cielo, mirando que enlazamos dos coronas y unimos en un solo aplauso dos nombres que deben ser igualmente queridos, no sólo en la Habana y en el Camagüey, sino en la América, por todos aquellos que han consagrado y consagran su existencia al culto de las letras y al amor de la patria. 

Al tener noticias, en París, de la muerte de Esteban de Jesús Borrero, escribí los versos que voy a leer. Al saber, en la Habana, que Alfredo de Torroella había dejado de existir, mezclé con las vuestras mis lágrimas, y hoy uno los nombres de esos dos hermanos en las letras, porque hay algo en el fondo de mi conciencia, algo en lo íntimo de mi corazón, capaz de revelarme que así vivieron en la tierra, así moran en lo infinito y así deben pasar a la posteridad.


Una lágrima

En la tumba de Esteban de Jesús Borrero.


Tal parece que fué ayer, 
y van tres lustros pasados 
desde que fuimos a ver 
aquellos fecundos prados 
que al Tínima dan el ser. 

De mi alegre juventud 
fué aquel un hermoso día: 
escuchaba tu laúd, 
la patria me sonreía, 
todo era dicha y virtud.

Y de ese todo ¿qué existe? 
Un recuerdo en mi memoria 
y en el pueblo en que naciste, 
el resplandor de tu gloria 
como el de la luna, triste. 

Pues cuando el pesar devora 
el suelo natal, querido, 
todo parece que llora, 
todo está descolorido, 
hasta el fulgor de la aurora.

¡Oh dolor! Hoy son abrojos 
cafetos, vegas y cañas; 
y sólo encuentran los ojos 
por flores, en las montañas, 
¡blancos, míseros despojos! 

No hay rebaño, luz ni calma 
en el sitio y la campiña, 
ni canto que llegue al alma 
tan dulce como la piña, 
tan bello como la palma.

Ya el Tínima no murmura 
risueño entre clavellinas, 
ni desliza su onda pura 
saboreando la dulzura 
de tus trovas campesinas.

Silencioso, entristecido, 
en torno a tu hogar resbala; 
al verle lanza un gemido, 
doliente lágrima exhala 
y corre al mar abatido. 

Cansado tú de esperar, 
patria te has ido a pedir 
a aquel que te quiso dar 
corazón para sentir, 
y numen para cantar. 

Y dejaste ya este suelo, 
donde de justicia en pos 
corriste con vano anhelo, 
para hallar la dicha en Dios, 
que es patria del genio el cielo.

Lejos yo de Cuba, en tanto, 
paso entre afanes la vida, 
sin tener, en mi quebranto, 
para tu tumba querida, 
más que una gota de llanto.

Diciembre de 1886

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