Thursday, October 5, 2023

Un león, una domadora y una triste realidad. (por Wilfredo A. Ramos)


Esta sexta edición del Open Arts Fest, que se viene realizando en los predios de Artefactus Teatro, en nuestra soleada ciudad de Miami, nos ha traído hasta el momento una muy buena muestra teatral, aunque aún resta por disfrutar del trabajo que la agrupación Miami Factory presentará como cierre del evento, pero que conociendo la labor de su director, auguramos como otra propuesta de interés.



El más reciente espectáculo ofrecido dentro de esta fiesta de las artes, ha sido la puesta en escena de la obra “El León y la Domadora”, texto dramático del escritor cubano-americano Antonio Orlando Rodríguez, el cual contó con la dirección de Eddy Díaz Souza, así como con las actuaciones de Mabel Roch y Juan David Ferrer, teniendo además la participación especial de la chelista Yamilé Pedro.

Antonio Orlando Rodríguez, graduado de periodismo por la Universidad de la Habana, es un escritor que ha volcado su obra principalmente hacia la literatura infantil y juvenil, dentro de la que ha incursionado en los géneros de cuento, novela y teatro; pero no por ello se ha abstenido de crear también obras para un público adulto. En ambos campos ha recibido reconocimientos en diversos países.

Después de abandonar Cuba residió en Costa Rica y Colombia, lugares donde trabajó en numerosos proyectos de investigación, instituciones y revistas dirigidas a niños y jóvenes, así como asesorando agrupaciones teatrales, sin dejar su primordial compromiso con la escritura. Una vez llegado a los Estados Unidos en 1999, se establece en la ciudad de Miami, donde funda junto a Sergio Andricaín, la Fundación Cuatrogatos, dedicada a promover la lectura en la lengua cervantina a los niños y jóvenes de las familias de procedencias hispanoparlantes, asentadas en esta ciudad y en todo el país, como una forma de impedir el olvido de dicha lengua por parte de estos. De igual manera imparte clases de escritura creativa y colabora como periodista y editor con diferentes medios de prensa. Entre los años 2008-2010 ejerció la crítica teatral en el periódico local El Nuevo Herald, ejercicio necesario que lamentablemente hubo de abandonar.

Rodríguez ha sido distinguido con diferentes reconocimientos a través de los años, entre los que se encuentran el Premio Nacional de Literatura Infantil 1976, 1979, 1986 y 1991, en Cuba; Premio Internacional de Novela para Niños Artemis-Edinter, 1993, Guatemala; Premio Nacional de Cuento Infantil Comfamiliar del Atlántico, Colombia, 1998; Premio Alfaguara de Novela, España y Florida Book Award, Estados Unidos, ambos en el 2008, así como el Premio de Literatura Infantil y Juvenil Campoy-Ada 2020.

De sus obras para ese público infantil y juvenil podemos mencionar ‘Abuelita Milagro’, su primera obra de 1975; ‘Ciclones y Cocuyos’, 1984; ‘Un elefante en la cristalería’, 1991; ‘Farfán Rita vs. el profesor Hueso’ 1998; ‘La isla viajera’, 2004; ‘Hospital de piratas’, 2008; ‘La Escuela de los Angeles’, 2011; ‘Concierto para escalera y orquesta’, 2014; ‘Colección a lomo de cuentos’, 2020; entre muchas otras más.

El primer encuentro con el lector adulto fue por medio de su obra ‘Strip-tease’, de 1985, siguiéndole en 1989 ‘Querido Drácula’, ambas recopilación de relatos; ‘Aprendices de brujo’ novela, 2002; ‘Chiquita’, novela, 2008 y ‘Salchichas vienesas y otras ficciones’, relatos, 2016.


Su obra de teatro ‘El León y la Domadora’, que ahora sube a los escenarios miamenses, fue escrita en 1998, llegando a las tablas ese mismo año gracias a la agrupación colombiana Mapa Teatro, con la cual representaron a su país en el VI Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Otro segundo montaje de dicha pieza tuvo lugar en el 2017, en España, bajo la mirada de la directora cubano-española Liuba Cid, con su compañía Mephisto Teatro, como parte de la programación del Congreso Mundial del Instituto Internacional del Teatro -ITI, por sus siglas en inglés.

Con esta obra, la que ha sido su único intento hasta el momento de incursionar en teatro para un público adulto, el autor creó un texto muy literario y con casi nulas características de lo que conocemos como un texto dramático convencional. Por su manera de ser concebido, el mismo pudiera circunscribirse como punto de partida para la representación de un llamado ‘teatro post-dramático’, teatro este el cual no es definido como un estilo dramatúrgico más, sino como otro tipo de teatro el cual entiende que el texto y la puesta en escena no juegan necesariamente a ilustrarse mutuamente, permitiendo al director de escena sobre-escribir su propia escritura dramática y sus personales lecturas significantes por medio de la actuación, el teatro físico, la interactividad, acciones propias de la danza y algunos otros elementos más con que enriquecer el lenguaje expresivo del texto sobre el que se trabaja.


Partiendo de lo anterior es que ‘El León y la Domadora’ se convierte en una partitura de difícil transposición al espacio escénico, por lo que no se encuentran las mismas pautas que permitan la construcción de escenas concatenadas por el hilo de una acción dramática y un estilo marcadamente narrativo recorre lo escrito de principio a fin. Es imposible encontrar aquí el concepto básico que conforman las partes de lo que conocemos como teatro: introducción-conflicto-desenlace. El autor va exponiendo ideas fragmentadas, que al mismo tiempo irán organizando una historia conformada a través de metáforas, que concluyen en una historia tanto de carácter político como humano..

Un texto donde la poesía se hace presente de igual manera que la reflexión filosófica será siempre un marco de trabajo espléndido donde el director de escena puede dar rienda suelta a su imaginación, creando de dicha manera su propio texto dramático. Lo anterior es lo que encontraremos que ocurre con esta puesta.

Eddy Díaz Souza, ha asumido la construcción de dicho texto haciendo una lectura propia de cada palabra, cada frase escrita por el autor, creando unas coordenadas visuales que sin desdeñar las pautas propias de aquel, se sumerge en la elaboración de otro lenguaje con el cual entregar por sobreposición una historia de mayor riqueza expresiva, intelectual y simbólica. El director lucha con[ un acentuado carácter narrativo del texto, trasladándolo al mundo de las acciones, a través de la metamorfosis de la palabra en movimiento. La poesía escrita se convierte en visual, la metáfora se transforma en plasticidad, lo absurdo muda hacia lo posible.


El espacio de representación, concebido por el director como arena circense, con su supuesta redonda alfombra roja central y donde algunos elementos hacen referencia a los utilizados en el trabajo con aquellos animales amaestrados, que en dichos espacios se muestran, trasladan al espectador hacia un mundo de fantasía infantil. Un pequeño carrusel a un lado de la escena, como símbolo del tiempo que corre siempre en círculos, por una parte, acentúa dicho ambiente engañosamente. Del otro lado del escenario, un supuesto altar en el que se encierran todos los miedos, las angustias, los miedos, los ruegos, las pesadillas de la vida. Por todas partes esos círculos rojos que se repiten una y otra vez en objetos y paredes, como soles señalando el camino a un horizonte lejano e inseguro. Elementos todos en un juego oponente con el texto, explorando nuevos discursos teatrales.


Muy acertada resulta la introducción de una intérprete musical en escena, para que con sus muy variadas melodías, no solo introducir atmósferas o crear tensiones dramáticas, sino además colocar un tercer personaje sobre las tablas. Yamilé Pedro en la ejecución de su chelo regala piezas que de por sí cuentan otra historia, la que pone en su mente quienes la escuchan, a la vez que apoya a los actores en su ardua posesión performática.


Mabel Roch y Juan David Ferrer asumen sus personajes cargados de energías opuestas, la de ella, como la domadora, con cierta fiereza, demostrando dominio y control de la situación en todo momento, mientras que él, en la piel del león, ofrece una semblanza de sumisión, inseguridad y ternura. Ambos, actores de amplias carreras en diversos medios, encuentran los mecanismos apropiados para controlar y guiar sus emociones mediante el gesto preciso, el movimiento o el silencio apropiados, gracias a una experiencia forjada a través de una enorme variedad de personajes creados en el camino.

En esta oportunidad los dos intérpretes se ven forzados a explotar sus capacidades para dar vida a dos personajes que no aparecen diseñados en el texto, por lo que con solo la visión del director, están forzados a crear los mismos, partiendo de ningún material en concreto. Su labor está dirigida a concebir tipos partiendo de conceptos e ideas que dicho texto va desgranando. De ahí que el más que complejo trabajo al tratar de dar vida a un león sobre las tablas por parte de Ferrer, se transmute en una vivencia completamente humana, alejada de cualquier advenediza caracterización del animal, colocando ante nuestros ojos lo que sería el alma de dicha fiera, convertida por obra y gracia del actor, irremediablemente en ser humano.

El humanismo con que cada uno de los actores impregna sus respectivos personajes, no solo es algo que encontramos provenga del propio texto, sino que forma parte en igualmente de la introspección con que cada uno de ellos delinea su trabajo.


Si es posible la identificación con la tragedia que evoca este complejo y profundo texto dramático, gran parte se debe al compromiso de ambos actores con la manera en que ambos revelan su trabajo, de igual modo por la profunda mirada con que el director supo abarcar la esencia del mismo. El resultado, por tanto, es de pleno goce estético y sentido choque emocional.

Nuevamente el tema del exilio, del desarraigo, regresa a nuestros escenarios, aunque para muchos pudiera parecer reiterativo, una severa realidad lo impone. Cierto es que siempre y en todos los tiempos, el ser humano se ha visto obligado a desplazarse, a abandonar su tierra, su espacio nativo de vida, ya sea ante catástrofes de la naturaleza, conflictos bélicos o huyendo de tiranías represoras. Muchos podrán decir que esta pieza es una alegoría universal, es cierto, lo es, pero al mismo tiempo es un discurso incisivo y particular sobre la realidad cubana, una que va durando más de seis décadas, que nos ha dejado sin país y que no muestra posibilidad alguna de cambio.

Con este texto dramático Antonio Orlando Rodríguez nos recuerda con demasiada pena, que los cubanos somos un pueblo siempre navegando a la deriva, portando una pesada carga sobre nuestras espaldas, colmada de miedos, de tristezas, de abandonos, con la que tenemos que continuar atravesando mares convertidos en cementerios, por aquello de “... la maldita circunstancia del agua por todas partes”.






Texto y fotos Lic. Wilfredo A. Ramos
Miami, Octubre 4, 2023

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