Hasta hace poco conmemoraba el pueblo cubano esta fecha como la más luctuosa de su historia, en el largo período de su vida de esclavitud y de martirio: a nuestra dolorida conciencia, educada para sufrir en la escuela de la ingénita crueldad española; hecha al cinismo inconcebible de esa maldad tan segura de si como el bien mismo: a nuestra conciencia estupefacta ante aquel colmo de ferocidad, parecía que habia llegado con él al límite del sufrimiento, y no concebía tampoco que el martirizador, que su verdugo pudiese en esa senda ir mas allá; y como pusimos así candoroso límite a nuestros sufrimientos, señalamos también generosamente un término a la torpeza bestial de nuestros señores.
Ah! no estaba colmada la medida de nuestras torturas, ni tampoco la de la ferocidad e iniquidades del pueblo español en Cuba. El espíritu humano, que sabe ascender por la escala de Jacob al infinito de los cielos, puede, en su perversión, bajar por otra escala de incontables peldaños al abismo de la monstruosidad moral, hundiéndose, sin término, en sus negras profundidades.
¿Qué era degollar en una ciudad como la Habana, en plena paz, a ocho estudiantes de medicina?... ¿Qué había sido antes y desde el comienzo del siglo matar a todo aquel en quien se sospechaba la protesta, siquiera se escondiese ella en el secreto de una conciencia tímida?... La familia, aunque mutilada, quedaba en pié: diezmado, todavia subsistía el pueblo. No bastaba la poda del árbol, era necesario desarraigar su cepa; y al montón anónimo, a la multitud inconsciente acaso, a la multitud santamente ignorante e irresponsable, con la irresponsabilidad de la infancia perenne en que viven las masas, al pueblo inerme, incapaz de armarse y de resistir, se dirigió el golpe.
España supo para ello escoger su verdugo; y Weyler, en menos de dos años, por un procedimiento de infernal eficacia, ha hecho morir cerca de cuarenta mil cubanos, como si persiguiese en ellos para aniquilarla, el alma del país, que a pocos pasos de él, bullía entre los patriotas armados, a quienes no supo nunca como militar afrontar ni combatir. Y hubiera acaso sacrificado a casi todos los que tenía al alcance de su mano, a no detenerlo en su obra satánica la mano enérgica de una nación civilizada, bastante poderosa para amedrentar a España. El tigre ha sido echado a latigazos del campo aquel e que no acaba de saciar su sed de sangre, pero se ha retirado rugiendo sordamente ; deteniéndose a cada paso, y volviendo la vista atrás con la sorda ira de la hiena a quien el león arrebata, para no tocarla, su presa.
Con él, con Weyler, encarnación del espíritu sanguinario de su nación, retrocede España que lo azuzaba y que se deleitaba en su obra: la nación ruge también sordamente, y se para y contempla con ojos sanguinosos la presa que abandona. Esté ella sola en la arena de las luchas políticas del mundo; y una, entre todas las naciones que la contemplan con despectivo asombro, le señala imperativamente el camino por donde ha de escapar. ¡Y huirá al cabo España! Y volverá a las estériles llanuras de su patria, siempre rapaz y hoy decrépita, el sanguinario Conquistador de América; el poblador Saturno que no encontrando otra presa a quien devorar, devoró siempre a sus propios hijos...
¡Weyler! todos los militares españoles han sido Weyler para Cuba.
¡Veintisiete de Noviembre! todos los días de nuestra vida de esclavos han sido igualmente aciagos para nosotros, porque no hay una sola hora en que no podamos llorar nuestra incomparable miseria.
¡No, no queremos vivir; no podríamos vivir sin redimirnos! Sea mil veces execrado aquel que entre los cubanos sienta de otro modo. Cuando hemos dicho Independencia o Muerte, era porque llevábamos por anticipado el sentimiento de la muerte en el alma.
Esteban Borrero Hecheverría
Key West, Noviembre 13 de 1897.
Tomado de Revista de Cayo Hueso. Noviembre 27, 1897
No comments:
Post a Comment