Monday, December 4, 2023

"Y después de este destierro" (Fragmento de la más reciente novela de Roberto Méndez Martínez. Ediciones Universal. Miami 2023)


Al amanecer los hicieron poner en pie. Trajeron un vaso con café claro para que todos tomaran un sorbo y los hicieron salir con las manos en alto. Un ómnibus, de los que habitualmente trasladaban a los alumnos de los maristas, los esperaba en la entrada. Los dos pasionistas se abrazaron apenas estuvieron dentro e hicieron la señal de la cruz. La sombra ominosa del paredón velaba los ojos de todos. Suspiraron de alivio cuando divisaron la Avenida del Puerto y la mole del buque Covadonga junto al muelle.

Absorto en sus pensamientos, se sobresaltó cuando una figura femenina casi lo embistió. Era Ofelia, que había logrado cruzar el cordón de milicianos. Uno muy joven corría tras ella.
- Oiga, ciudadana, no puede pasar, venga conmigo.

- Respétame, vejigo, que puedes mi nieto. Estoy aquí por fuerza mayor. Ponte ahí, sin molestar, para que veas que no hago nada malo.
Ante palabras tan terminantes, el muchacho obedeció.

Seguía vestida de luto. Su atuendo negro solo se animaba con el medallón esmaltado que tenía la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Llevaba gafas oscuras que aumentaban la severidad de su rostro.
- Me enteré anoche muy tarde. Aquí en la Habana se sabe todo. No podía dejarlo ir sin despedirme, porque estoy muy agradecida de su compañía. Le he traído algo de comer porque imagino que lo va a necesitar.
Le alargó una bolsa que decía Fin de Siglo llena de pan y trozos de embutidos. Y extrajo de otra un recipiente casi esférico de brillo niquelado, adornado en la parte superior por unos pingüinos en altorrelieve.

Tenga. Es un jigote. Nunca en mi familia hemos emprendido un viaje sin tomar uno. Lo hicieron para usted las muchachas al amanecer. Le va a hacer falta.
- Pero ¿cómo le devuelvo el recipiente?

- Quédese con él, o láncelo al mar. No estamos ahora para guardar cosas sin importancia. Ya nos volveremos a encontrar, acá, porque yo no me voy a ninguna parte, o en el cielo.
El miliciano interrumpió el abrazo. Otros lo reclamaban desde el cordón a gritos.
- Gracias, hijo, has hecho hoy una obra de caridad y Dios te la recompensará.
La dama desapareció entre la multitud en el mismo momento en que llegaba la orden de que los arribados recientemente en varios ómnibus abordaran el barco al momento. Martínez se sintió empujado por los que venían detrás y así, con la bolsa de papel y aquel cacharro en alto pasó bajo uno de los arcos de la Aduana, directo a la pasarela, porque ni él ni casi ninguno de los allí llevados tenían pasaportes o cosa alguna que chequear.

A punto de alcanzar el primer escalón, un oficial del Ejército Rebelde le dio el alto y preguntó qué llevaba en el recipiente. No esperó respuesta y lo destapó, de su interior salió una nubecilla de vapor proveniente del grasiento caldo de gallina donde flotaban, además de los fideos, porciones de carne y algunas almendras majadas.
- Vaya, gallego, te llevas la comida. Que te aproveche. Sigue.
Al poner un pie en la cubierta unos marineros le indicaron que no podía quedarse allí. Que el capitán disponía que descendieran directamente a las bodegas. Uno de ellos al verlo embarazado con su carga, lo acompañó y ayudó en el descenso.

Cuando sus ojos, encandilados todavía por el resol, se acostumbraron a la penumbra divisó la multitud que lo había precedido. Algunos llevaban allí al menos tres días. La escena parecía el preludio del Juicio Final. Muchísimos conocidos se acomodaban como podían en aquel espacio en penumbras, mal ventilado, donde algunos habían tendido ya las mantas que les enviara el Capitán para descansar de sustos y fatigas.

En un lugar descubría al padre Colmena, que ya nunca podría ordenar los papeles que yacían en su escritorio desde los días del padre Marinas, porque los milicianos había aparecido en la madrugada en su dormitorio, como una pesadilla, y habían tenido que alcanzarle la sotana para no llevárselo desnudo. Más allá, el padre Genaro Suárez contaba a quien quisiera escucharle que él perdonaba como mandara Cristo a quienes lo habían ofendido de palabra y obra, pero que nunca perdonaría los daños que aquellos bárbaros habían infligido a las vidrieras y otros ornamentos de la catedral, “su catedral”, a la que había dedicado toda una vida.

El reverendo Rubinos ya no tenía exactamente el aire de satisfacción con que subía a su cátedra de Literatura en Belén, ni el obsequioso con que traspasaba las puertas del Diario de la Marina, ahora había adoptado una expresión hosca y no tenía deseos de hablar con sus hermanos jesuitas, la mayoría de los cuales, como una bandada de aves negras, se arracimaba en torno a la silla que ocupaba el padre Esteban Ribas, demacrado y con una pierna amputadas a causa de la diabetes.

Más lejos, como si fueran sombras, vio al salesiano Mercader conversando con Basulto y nada menos que Miguelito. Por ellos sabría que allá en el lejano Camagüey las autoridades habían ocupado los templos y ordenado al clero abandonar el territorio. Muy pocos habían podido ocultarse. También el bueno de Becerril había sido interrumpido en medio del rosario y tuvo la presencia de ánimo para consumir las formas del Santísimo antes de salir escoltado por fusiles. El había subido hacía un par de días al barco, rezando el prefacio de la Santísima Trinidad:…Domine Sancte, Pater onmipotens, aeterne Deus: Qui cum unigénito Filio tuo et Spiritu Sancto unus es Deus, unus es Dominus…

Únicamente allí, en medio de aquellos rumores, Martínez pudo darse cuenta que los deportaban a España. Recordó con amargura que veinte años antes había llegado en un barco semejante, disponiendo de camarote y sitio en el comedor, ahora retornaba en una bodega, sin papeles ni equipaje, como un polizonte.

En ese momento se le acercó un joven jesuita, al que conocía de vista, el padre Villaverde.
- Padre, dicen que usted trae ahí una sopa. Le pido, por caridad, que me dé un poco. No es para mí, sino para el padre Ribas, que es diabético y hace horas que no come nada.
Manuel, automáticamente, le alcanzó el extraño recipiente. No había con qué servir el contenido. Gracias a un muchacho que parecía grumete obtuvieron unos vasos de lata y unas cucharas. Después que sirvieron al anciano, Manuel indicó que dividieran el resto entre los enfermos y los más débiles. Alguien incorporó de la manta a un viejísimo padre carmelita, con la mente perdida, que no cesaba de llamar a sus hermanos del convento, ni siquiera sabía dónde estaba; un lego pudo hacerle tragar algunas cucharadas, mientras los fideos se le escurrían por la barbilla.

Martínez apenas probó unos sorbos y pensó que aquel plato parecía elaborado no por las somnolientas viejas que servían en la casona del Cerro sino por verdaderos ángeles. La olla de los pingüinos parecía la alcuza de la viuda de Sarepta, porque alcanzó para que aun los jóvenes tomaran unas gotas. Solo Rubinos rechazó el alimento, estaba demasiado herido en su soberbia para pensar en comer y menos en aquel ambiente precario. Cuando no quedó ni rastro en el fondo, Manuel les alargó la bolsa con panes y embutidos a tres hermanos franciscanos que con extrema diligencia los cortaron en porciones muy pequeñas que casi alcanzaron para los allí reunidos. Un amigo de Miguelito, el padre Carlos Comas, que había hecho el largo trayecto desde Oriente, bendijo aquel renovado milagro “de los panes y los peces”.

El generoso proveedor no dejaba de pensar que los tiempos de desgracia hacían milagros aun mayores que la multiplicación de la comida. En épocas normales era impensable que pudieran compartir juntos franciscanos vascos, carmelitas castellanos, escolapios catalanes. Y el orgulloso padre Ribas, fundador de los Caballeros Católicos y director de La Anunciata, amigo de gente influyente y poderosa, jamás hubiera necesitado del favor de un pobre cura diocesano para alimentarse. Decididamente, como lo había vivido también en su tierra, la iglesia perseguida era mucho más evangélica que la iglesia de los satisfechos y bien instalados.

Entonces volvió a su memoria el padre Pastor y aquel encuentro donde el religioso le había invitado a no insistir en cosas que se tornaban imposibles sino a servir en algo pequeño, en algo que hiciera bien a los otros, según los tiempos que corrieran. Cada uno de los que poblaban aquella bodega se había empeñado durante años en trabajar para su congregación, su templo, su colegio, como si fueran eternos y ni siquiera habían conseguido confraternizar. Se ignoraban unos a otros, rivalizaban en influencias y ponían su fe en lo que habían conseguido. Habían subido a este barco sin pasaportes, ni chequeras ni billetes de banco, no se habían podido llevar las imágenes que recaudaban muchas limosnas, ni sus pomposas revistas. Habían llegado a esa embarcación por la violencia de las autoridades y la limosna de la compañía naviera. Ya no eran personas importantes para la sociedad, sino sencillamente nadie, cuerpos que alguien consideraba desechables y que únicamente conservaban una sotana sucia y quizá la fe.

Cuando estaba a punto de oscurecer los dejaron subir a cubierta, para tomar aire y despedirse del país, porque el buque zarparía dentro un rato. La multitud había disminuido algo e iban dejando de escucharse los himnos que los altavoces difundían desde oficinas cercanas. Los congregados ahora cantaban ¡Tú reinarás! y desde el Covadonga otras voces los secundaban.

Entonces se detuvo un jeep junto al edificio de la terminal y de él descendió el obispo Boza Masvidal, escoltado por policías. No traía cruz pectoral, ni solideo, sino una sencilla sotana blanca y había perdido los lentes. Los guardias se separaron de él en la puerta, donde lo aguardaba el Encargado de Negocios de España, quien de modo caballeresco y algo teatral, hizo una genuflexión y le besó el anillo. El prelado se volvió a la muchedumbre, pero dirigió su bendición hacia el sitio donde se agolpaban los guardias. Poco después de que llegara a cubierta, sonaron dos largos toques de silbato. El Covadonga iba a zarpar. Guiado por la embarcación del práctico, se alejaba de la orilla, rumbo a la boca del puerto. La oscuridad ayudaba a alejar La Habana de la vista. Martínez, como otros muchos, dejó de cantar para enjugarse las lágrimas. Habían salvado la vida, pero todo lo demás parecía perdido.

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