“En varias ocasiones he andado por esta cuadra y siempre la he visto desolada, sea día o noche. Ahora también. Silencio total. Retumba el eco de nuestros pasos. Sobre todo, el taconear de ella”.
Pero, en fin, los padres no comprobarán donde vivimos: jamás nos visitarían. Ellos me odiaron a partir de la segunda y última vez que estuve en su casa. Él, en la sala, comiéndose un partido de fútbol televisor mediante; ella una telenovela en el cuarto. Diserté acerca de lo dañino que resultaba para la sociedad a corto, mediano y largo plazo la adicción a la televisión tanto para mirar deportes como telenovelas o series de suspense o todo; cualquier cosa. O no cualquier cosa, rectifiqué: habría programas provechosos; solo que a estos no les prestaba atención la mayoría. La desgracia para la sociedad a corto, mediano y largo plazo tenía su surtidor en esas personas que se extasiaban durante horas frente al televisor mirando lo de tercera o cuarta o aun menos importancia.
La madre, al llamado de Cinthya, había venido hasta la sala y estaba prometiéndome un café cuando comencé el alegato, sin mirar al padre, en el sofá, ni a la madre, en el vano de la puerta ni a Cinthya junto a ella. Mi vista hacia el piso.
El padre se puso en pie con la mejor postura de desafío que podría conseguir —sacaba el pecho mientras empinaba la cabeza, esa expresión de “qué te pasa”, “qué traes” . Puse la vista en otra parte. Miré a la madre. Tenía la boca muy abierta, con la mirada en la hija.
Callados, recorremos la cuadra y pico desde el frente de Lotería Nacional hasta el cruce con la calle del fondo.
En varias ocasiones he andado por esta cuadra y siempre la he visto desolada, sea día o noche. Ahora también. Silencio total. Retumba el eco de nuestros pasos. Sobre todo, el taconear de ella.
Se siente aún más frío que hace un rato. Lo comento con ella a punto de cruzar la calle. Ella no dice nada.
Ya en la acera opuesta me pide que nos detengamos; lo hago, se sitúa de frente a mí y sin decir palabra, sube a todo dar la cremallera y el cuello de mi chamarra.
Pasamos la puerta y cruzamos la explanada —con ínfulas de estacionamiento, mas ni siquiera tiene marcadas las casillas; solo unas franjas blancas confusas en el pavimento—; hay varios automóviles que guardan un orden caótico.
Ya junto a la puerta, le pido detenernos. Hago que quedemos cara a cara. El negror de sus ojos fulgura con un halo de luz que entra en diagonal. (Esto suele ocurrir en las novelas; pero también en la vida real). Se frota las manos entre sí y me dedica una sonrisa neutral; como aquella de cuando nos conocimos o estábamos a punto de conocernos, allá en las oficinas del Seguro Social. La atraigo y deja su cabeza contra mi pecho, durante quizá treinta o cuarenta segundos, cuando la aparto suavemente y la sitúo de nuevo frente a mí. “Sí, hace más frío ahora”, murmura, y se me encima y, rápido, me besa en la mejilla. He percibido su voz quizá más húmeda que otras veces. “¿Mejor lo dejamos para otro día?”, le pregunto tomándola, leve, por los hombros. Me mira fijamente, luego hacia el cielo de la noche, después hacia el pavimento oscuro de la noche. “No, vamos ahora. Adelante”, y de nuevo aquella sonrisa neutra.
El vestíbulo es estrecho y corto. Varias butacas. Solo dos ocupadas. Una mujer morena, delgada, ocupa una; la otra, junto a ella, un hombre blanco, grueso; se advierte que han arrimado los asientos.
Tomando a la derecha, un breve pasillo; a la izquierda, a solo par de pasos, la ventanilla; el cristal, oscuro, no me deja ver al cobrador de la mitad del abdomen hacia arriba; pero sé que él puede verme totalmente; sus manos son pequeñas y parecen muy blancas. Son cien pesos por un rato.
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Félix Luis Viera (El Condado, Santa Clara, Cuba, 19 de agosto de 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros.
En su país natal le fue otorgado el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Premio de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que, en 1983, le fuera concedida a su libro de cuentos En el nombre del hijo.
En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio.
Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba.
Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros.
En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que, como otros de sus libros, ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable.
Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son.
Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.
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