La señora Emilia Bernal da al público, en este volumen, los primeros frutos de su ingenio y los primeros cantos de su lira; y reclama, por derecho propio, lugar preferente, y muy alto, entre los cultivadores de las bellas letras en nuestro país, prolongando así, como una gloriosa estela y un hermosísimo privilegio cubano, la lista de insignes damas que en esta romántica y próvida tierra han conquistado, por sus versos admirables, eternos laureles. La poesía femenina permítaseme llamarla de tal modo ha sido, en nuestra literatura, desde largo tiempo, brillante galardón y singular exponente de la psicología nativa, de las tendencias íntimas y originales de nuestra sociedad y, sobre todo, del vigor y consistencia moral de la familia cubana. Del patriarcado que lánguidamente se desenvuelve en Camagüey nace la más ilustre de las poetisas castellanas, y es, acaso, por eso mismo, la que menos huella de sus triunfos ha dejado en el suelo donde meciera su cuna; salió de aquel rincón apartado y melancólico para llenar, con su nombre, una época luminosa, y si no fué, en su vida, ni en su magnífica obra, representación de ideales cubanos, es un hecho que los destellos de su victoria universal -hoy riquísimo tesoro- enorgullecen y honran a Cuba. Sin quererlo he rozado un punto ha poco debatido y, a mi ver, no bien resuelto, ya que, según entiendo, conformáronse a un solo dictamen las distintas opiniones y encontrados pareceres respecto al patriotismo de aquella inmortal mujer que inscribió su nombre, la Avellaneda, en sitio del cual jamás ha de borrarse, ni por las tormentas y los desastres de la historia, ni por las veleidades propias del gusto literario y las escuelas poéticas. El sentimiento patriótico, en la autora de Munio Alfonso, rápidamente quedó diluído en el ambiente inmenso de sus éxitos, y no se escapa a la pluma de los biógrafos el mencionar, en mérito de la poetisa, la hostilidad y censura de sus comprovincianos contra la flor del genio que en los años juveniles de la Avellaneda pugnaba por abrirse al sol de su carrera literaria. En España encontró lo que no le ofrecía la colonia; pero de la colonia llevó a España lo que, entonces, no había en España. Y, por explicable proceso, quedó muy poco del espíritu cubano, y del amor a Cuba, en su apasionado y ambicioso corazón de artista. Por otra parte, el patriotismo de antaño no era, ni con mucho, el de ogaño, ni existía, comenzado el siglo XIX, una línea divisoria, clara y recta, entre españoles y cubanos, ni fué el medio en que se educó la Avellaneda el de la colonia oprimida, sino el de la autoridad opresora. La interesante autobiografía que conservó don Ignacio de Cepeda y Alcalde, y que don Lorenzo Cruz de Fuentes, prestando un servicio eminente a las letras, publicó en 1907, esclarece el particular en una ingenua página en que consigna la Avellaneda este recuerdo: "Algunos años hacía que mi padre proyectaba volverse a España y establecerse en Sevilla; y en los últimos meses de su vida esta idea fué en él más fija y dominante. Quejóse de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina, presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos. Ningún sacrificio de intereses, decía, es demasiado: nunca se comprará cara la ventaja de establecerse en España”. A tales ideas modeló su espíritu la Avellaneda; y reproduciéndolas, en amorosa correspondencia, no les opuso reparo alguno. Apenas conservaba un solo recuerdo grato del Camagüey, de su infancia, de su juventud, cuando estuvo a pique de realizar, a disgusto, un desventajoso matrimonio; su familia materna, es decir, su rama camagüeyana, la trató injustamente, y fuera del cariño de su abuelo, que murió siendo ella casi niña, los demás parientes la hicieron víctima de la codicia doméstica, mermando sus bienes de fortuna, heredados legítimamente; y en los episodios que a su mente se grabaron figuran el novio de mediana inteligencia, vano y pueril, y la compañera pérfida que le robara, con hipócrita sonrisa y artificial ternura, sus cariños. La Avellaneda comienza a experimentar verdaderas satisfacciones en España; allá, sus alegrías y también sus dolores; allá su esplendor literario; allá su gloria. Viuda, y atormentada por el amor que Cepeda le inspira, alude a Cuba en una carta confidencial, esto es, hablando sin testigos: "Te diré que a pesar de mis treinta y un años y de mi aspecto de sepulcro de ilusiones, un joven de veinticinco, que dizque es muy rico, se empeña en hacerme contraer segundas nupcias. Es habanero, lo cual es para mí un gran defecto; es más joven que yo, lo cual aun es un defecto mayor; es de un talento mediano, de esos que se encuentran sin dificultad; de una figura que no es mala, pero que me causa mala impresión, porque tiene un aspecto marchito" y más adelante añade: "La echa de joven pensador, inglesado, melancólico, excéntrico; pero a mí sólo me parece un pedante de cierto género propio del país en que nació."
El patriotismo ha sido, por lo contrario, para las demás poetisas cubanas, fuente de melodías exquisitas. Distínguese, entre otras, doña Aurelia Castillo de González, por la fuerza y la entonación de sus ritmos guerreros, por el generoso impulso del pensamiento y, además, por el esmero de la forma. Camagüeyana, a semejanza de la Avellaneda, la señora Castillo se le parece también en la amplitud de sus facultades y en la intensidad de su cultura. Limitada al escenario de Cuba, la señora Castillo escribe en verso y en prosa por la necesidad y por el entusiasmo de su alma refinada, y diríase que perfuma la atmósfera del benéfico y abundante aroma que dan peculiar encanto a sus obras, no exentas de varonil entereza, como las de su eximia conterránea. La generación inmediata a la Avellaneda es ya más cubana, más peculiarmente cubana, y tiene más motivos y más pesares para serlo. Nuestro patriarcado camagüeyano principia a sentir el aguijón revolucionario; los señores de la caña de azúcar caminan ya rumbo al heroísmo, y amos de millares de esclavos ansían trocar la opulencia por la libertad, los goces del oro por los padecimientos del ciudadano que crea la democracia con la ofrenda conmovedora de su sangre. Joaquín de Agüero y sus leales arrojan el guante a los dominadores, y la pelea inicia la catástrofe; se levanta el patíbulo en medio de la consternación general, y vístese de luto la sociedad camagüeyana. Cuatro vistosas palmas fueron sembradas por los patriotas en misteriosa conmemoración de aquel acontecimiento; y las damas camagüeyanas, en señal de duelo, cortaron sus lindas cabelleras. Ya está perfectamente determinado y caracterizado el sentimiento cubano y su pugna al gobierno de España. El patriotismo local participa de la más alta virtud; y la devoción de los mártires consolida las prédicas del Lugareño, don Gaspar de Betancourt y Cisneros, prócer de influencia poderosa en la dirección política y filosófica de los bravos camagüeyanos.
Este nuevo estado de conciencia no alcanzó a la Avellaneda; y la tranquila villa de aristocratas agricultores, que ella abandonó en 1836, es el centro de una tragedia que decidirá, sobre el mármol de abnegados precursores, los destinos de una patria engendrada entre lágrimas al grito de los caudillos. Sin probabilidades de éxito, Joaquín de Agüero había obrado como un artista sublime de la acción patriótica; y en el ensueño de arriesgada empresa, erigiendo sus castillos de fantasía que el aire, en soplo huracanado, destruyera, fué más bien un poeta que no un político, sellada la frente con la visión de lo futuro sobre su cadáver mutilado. Porque era el baluarte de una familia de poetas, y mejor que el fusil de los conjurados, manejaban ellos, los Agüero, la lira de reformadores que clavan, en dulces arpegios, sus ideales, un día locos, una eternidad apóstoles, jamás expuestos al olvido. En el combate de San Carlos cayó, precisamente, y expiró en el húmedo follaje, improvisado sudario, Antonio María de Agüero, pariente cercano del héroe, tierno poeta, de quien se conservan felices estrofas; y le sobrevivió, en la brega de sus convicciones liberales, perseverante y noble en el creador empeño, otro familiar, don Francisco de Agüero y Estrada, de variadísima capacidad, y poeta de más vuelo, que hizo conocer, y le dió fama, en Cuba, a su seudónimo, El Solitario, usado en España también por don Serafín de Estévanez, benévolamente lisonjeado por Cánovas en profundo estudio de su tiempo. Unas veces perseguidos, expatriados otras, y siempre en difíciles trances, los Agüero, en tribulaciones continuas, padecen las angustias de la espoleada colonia, y la vena poética es maravilloso manantial que alivia el sufrimiento sin tregua y el anhelo sin esperanza. Diríase que el horizonte se ha cerrado a los ojos de la piedad, que ya la existencia no ha de ser sino un gemido, que las virtudes, un día practicadas, otro han de merecer castigo, desapareciendo, al cabo, entre los brazos hercúleos de la borrasca. Así se forma el alma sensitiva de Brígida de Agüero, hija de El Solitario, y encuentra resignación del fatal destino en la fe cristiana,
porque eres tú, dulcísima creencia,vivido faro de esplendor interno,"
y así llega a escribir, otra de las herederas del prócer, versos de honda emoción y sugestivos matices, hiriendo siempre con fortuna la cuerda más potente de su numen: el patriotismo. Concepción de Agüero es, acaso, la lira más completa de aquella generación de artistas. La recuerdo, en mi adolescencia, en compañía de su esposo, artista como ella, ambos en franca lucha con la vida, camino de abrojos. Y aunque no concediera importancia a sus versos, como su ilustre marido, Emilio Bernal, no presumiese de excelso pintor, su modestísima morada era como un centro de arte, oasis en el desierto; pobres, enfermos, arrebatando al infortunio el sustento de sus pequeños hijos, la belleza era culto entre ellos, y sobrábanles el entusiasmo y la decisión para cualquier empeño de arte; y como olvidados, en lo inútil de aquel esfuerzo, dejó la esposa, al viento, unos cuantos rasgos de su musa, unas cuantas imágenes de su talento, unos cuantos latidos de su alma apasionada y melancólica. Fué larga senda, en el progreso artístico de la provincia, la de este matrimonio intelectual, unido en sagrada alianza contra la adversidad; y aun así no comprendíal Concepción de Agüero y Emilio Bernal, otra orientación, para el triunfo, que la del arte, educadores de su pueblo, predicadores de la buena doctrina, en el naufragio lento a que los condenaba el ambiente inadecuado. Muerta ella, como su hermana Brígida, devorada por la tisis, Bernal continuó sólo en la tremenda liza, y hoy ensaya la fundación de una revista literaria, que perecerá mañana, y debate, por los más nobles ideales, en el amanecer de nuestra independencia, y cae pronto a la fosa, como un héroe que jamás rindió su pabellón. Ilustre, también, su apellido, él encarnaba el mérito de una familia de preclaros varones, que honran la tierra camagüeyana. Cito a don Calixto Bernal, su cercano pariente, y me refiero a la más alta intelectualidad cubana, del mismo estilo y carácter de José Antonio Saco, paladín de libertades en el campo del pensamiento, escritor serio, intencionado, profundo, y con el lastre de una cultura difícilmente sobrepujada por nuestros más conspicuos representativos, en la ciencia y en las letras, sociólogo de ancho horizonte, jurista de insondable sabiduría, y autor, además, de un libro delicioso, Impresiones y Recuerdos, en el que recogió apuntes de viaje por Europa.
Emilia Bernal y Agüero, con el arrastre de esas espléndidas tradiciones, viene a ser, en el mundo de las letras, el símbolo de tanta grandeza desperdiciada por el curso de la existencia colonial, y no espera tímidamente el aplauso, porque surge a la conciencia cubana ya victoriosa, ejerciendo un derecho de su propia naturaleza. De su sangre, toda ilustre, la vocación inquebrantable; de su espíritu, por maternal herencia, la melancolía suave y dulce de los ritmos; y la infinita tristeza, la mirada penetrante e indagadora que en sus ojos claros, redondos y llenos, copiaron de su padre las hadas milagrosas dispensadoras de fortuna. Su primer volumen de versos no pertenece a la clase de los que a menudo se publican, exploraciones, generalmente frustradas, de una ambición mediocre: es un libro que nunca perderá su brillo, que contiene toda la ternura, toda la romántica emoción, toda la dulce flexibilidad de la verdadera poesía, con sus estremecimientos, con sus dolores, con sus sollozos, con sus alegrías, con sus esperanzas, con sus recuerdos; himno primaveral a la gloria que asoma entre las nubes y ha de ser, al fin, esclava...
Manuel Márquez Sterling.
Habana, 28 de agosto de 1915.
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Nido es el alma que tengo
¡Nido es el alma que tengo
de ilusiones peregrinas,
emigradoras constantes,
pasajeras golondrinas!
¡Oh, yo te haré una barca de mis sueños,
ligera como un haz de mimbrecillos.
Te hará mi amor una canción de cuna
al golpe leve que le den las olas,
cuando a los besos del terral, la noche
traiga a mecer la barca hacia la orilla.
No tengo besos... no tengo flores
Flores del alma quiero mandarte
para que en nombre mío te besen;
mas... no las mando, que están heladas
y con sus besos dañarte pueden.
Cosas del alma quiero decirte
para que siempre de mí te acuerdes;
mas... no las digo, que son muy tristes
y las tristezas callarse deben.
¡No ha de arrancarte mi verso pobre
ni una sonrisa, ni un gesto alegre!
¡No tengo besos... no tengo flores...
no tengo nada para ofrecerte!
Guardo una sola carta
Guardo una sola carta, en una caja sola,
que leo todas las noches de mi vida infeliz.
Ella es en su lenguaje, como una blanca estola
o lo mismo que un blanco, talar sobrepelliz,
que sabe cariñosa abrigar mi alma yerta,
eternamente sola y eternamente gris,
como si fuera el cuerpo de una novicia muerta
arropado entre encajes y entre flores de lis.
Y es esa carta sola, la que en las soledades
de mis horas de insomnio me habla de castidades,
la que todas las noches oye mi triste voz
cuando la leen mis ojos adormecidos, cuando
terminan su lectura mis labios, silabeando
un muy dulce, muy lento: "Hasta mañana...! ¡Adiós...!”
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