Wednesday, June 19, 2024

José Lorenzo Fuentes y un relato de juventud en posibles cercanías hemingwwayanas. (por Carlos A. Peón-Casas)

Foto/Miami 2010
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En el año 1952, el nobel escritor santaclareño, con solo 24 años, era ya un exponente de la mejor narrativa cubana al ganar incuestionablemente el reconocido Premio Nacional "Hernández Catá".

El muy joven creador poseía ya talento suficiente, y aun más, y a pesar de su juventud: garra y oficio.

A no dudarlo, y en conjunción con muchísimos creadores cubanos de aquel entorno, desde la generación literaria de los años treinta y en adelante, se notaban en las obras de todos aquellos cultores influencias inevitables a otros narradores de más larga data y prosapia creativa.

Hemingway, por supuesto, junto a otros maestros norteamericanos de más o menos las mismas coordenadas temporales y creativas, acaso como Faulker, Fitzgerald y Steibeck, no era excepción.

Y de las empatías e influencias del primero mentado traemmos al curioso lector una referencia que lo conecta a un relato de quel joven José Lorenzo Fuentes: Cuando regresa el humo.

Lo curioso por su coincidencia, es el detalle que la publicación de aquel short story del cubano, apareciera compartiendo la misma edición con que la revista Carteles, en Mayo 1 de 1955, regalaba al lector cubano con un texto de impresionante calado biobibliográfico, dedicado a un Hemingway en Cuba, y firmado por el reconocido Andre Maurois, de la Academia Francesa.

El relato corto de Fuentes, se insertaba con toda intención, como referente singular a aquella ejemplar remontada de la vida y obra del ya Premio Nobel Hemingway, laureado por su impresionante obra, y en especial aludiendo a su inmortal noveleta El Viejo y el Mar con setting y argumento cubanos, aunque de alcances tan universales como se quiera entender en su trama de derrota, luchas, y esperanzas.

La insersión del relato de Fuentes era a no dudarlo un inteligente guiño del editor de aquella edición de la revista, en un aparte que dedicaba a la obra de cuentistas cubanos de aquel minuto.

Una estratgia editorial sin dudas cómplice, con aquel relato de amor, tragedia y muerte; de pasión, celos y mentiras, tejido de manera magistral con las mejores coordenadas, y la maestria de un Hemingway, un Faulkkner o un Fitzgerald, pero con más méritos para el primero mentado, por aquello del iceberg y esa técnica magistral de contar sin decir más que lo preciso, y dejar al lector con el enigma y la imaginación desbordada en un final sorpredente quizas, pero ineluctablemente inevitable.

Esa es quizás la mejor nota del relato de aquel joven narrador cubano de quien hasta donde sabemos, no habría de tener del escritor norteamericano afincado en los habaneros predios de su finca Vigía, no más referentes que haber tenido atisbos de su ejemplar obra cuentística y novelada.

Aunque como acaso hubiera podido ser, no nos resultaría extraño, si indagáramos un poco al respecto, que diéramos con el hilo y la conección posible del joven narrador, y el mismísimo Papa; como acaso sucedió con más de un creador cubano de aquella, más o menos la misma hornada creativa, a la altura de un Serpa, un Cabrera Infante, un Guillén o un Feijoo.


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Cuando regresa el humo

por José Lorenzo Fuentes



"La muerte es la corona
de lo vida", Young.


Edelmira no sabía lo del láguer en la bodega, y lo del cuento. Sobre todo lo del cuento no lo sabía. Por eso miraba sin comprender cómo la cama y el escaparate y cada trapo continuaban justamente en su sitio, y cómo el marido andaba en la cocina como siempre, con las viandas y los cacharros. Como siempre. (“Eso es lo que ella no entendía”, piensa ahora).

Así anduvo una semana, un mes... ¿Qué tiempo anduvo así, sin ella comprender, sin imaginarse apenas su desquite? ¿Y quién le diría al fin lo del láguer en la bodega, y lo del cuento? Sobre todo lo del cuento. ¿Quién se lo diría?

Cuando él la conoció, aun Martina compartía su lecho y lo despertaba en la mañana el cosquiIleo esponjoso de unos labios sobre su nuca, sobre sus mejilla sin rasurar, sobre su boca cargada de bostezos todavía. Después Martina se borró de su vida. Un día él salió y no volvió al cuarto nuevamente. Allá quedó ella un tiempo, atareada, planchando aquel pantalón, revisándole los botones a esta camisa, metiendo una bombilla en los agujereados calcetines del hombre y cruzando hilos sobre la bruñida superficie. Martina esperaba. Pero el hombre pensaba:.“Edelmira es más pulida, es más mujer Edelmira”. Y sonreía. (“Más fuerte”, piensa ahora).

Antes no era fuerte Edelmira,.sin embargo. No lo era cuando él le puso una mano en la cadera y otra en la mata de pelo y la empujó hasta hacerla caer de espaldas. Y cuando él la vió por vez primera tampoco le pareció una mujer fuerte. Tampoco.

Eso vino después, pero no fué cuestión de un día ni de dos. Fué cuando el dueño dijo la palabríta aquella, incosteabilidad o cosa así, antes de cerrar la fábrica e irse para España. Fué cuando él anduvo un mes y otro sin conseguir empleo, y ella, Edelmira, vino un día diciendo que iba a trabajar y él empezó a meterse en la cocina, a ocuparse de las viandas y los cacharros, y a tenerle preparada la comida a su mujer para cuando ella regresara del trabajo. Fué cuando sucedió todo eso, pero tampoco al principio sino mucho después, cuando ya él no se decidía a salir en busca de un empleo.

- Estoy trabajando como una perra y total na -dijo Edelmira un día-. Ni un trapo decente puedo echarme encima.

Y para poder comprarse ella.un vestido decente y unos zapatos que combinaran con el vestido decente y hasta una que otra baratija para colgarse al cuello hubo que hacer mayores economías. El presupuesto tenía que reducirse: había que cercenar un gasto cualquiera, que acogotar una erogación superflua. Y desaparecieron los cigarrillos del marido. ¿Que era poco lo que se gastaba en humo? Bien. Pero había que empezar por algo. 

Edelmira nuso su perfil en el ventanuco de la cocina, y allí, a contraluz, interceptando el resplandor del cielo mañanero, se quedó inmóvil, sin decir palabra. Y Evencio tuvo que fruncir el entrecejo y cerrar casi los ojos para que la silueta comenzara a llenársele de colores. Luego dejó de mirarla y se acercó al fogón. Con un cigarrillo estuvo escarbando en la ceniza, pacientemente, hasta que logró encenderlo en la sangre de una brasa.

- ¡Mira que quemar el dinero! Era la voz de ella, de Edelmira, la misma voz que volvió a escuchar enseguida parejamente a un taconeo de mujer; pero nítida, firme, imperiosa, muy por encima del ruido de los pies que iban hacia el cuarto:

- Yo, trabajando como una perra y tú quemando el dinero. ¡Na más que aquí se ve eso!...

El hombre estuvo en la bodega aquel día, olfateó un pedazo de tasajo, separó alguna latería, trepó al mostrador hasta meter la cabeza en la balanza (“Aunque sea fiado tienen que darme libra'de dieciséis onzas”, pensó) y regresó a su casa -a su cocina- como siempre. Y eso que ya no venían los cigarrillos en el cartucho.

A menudo el hombre daba vueltas y más vueltas en la cama, con una calentura por dentro que no era del fogón, con una fiebre que no le permitía conciliar el sueño. Entonces se acordaba de “su” mujer y le miraba el sueño reposado hasta no poder ya más. La remecía por una cadera, suavemente.

-Edelmira- musitaba tan sólo. El temblor de sus manos era una súplica que no necesitaba palabras.

- Tas loco, Evencio. Despertarme pa eso.

“Está cansada la pobrecita -reflexionaba entonces-. Está cansada y tiene que levantarse temprano”. Pero instantáneamente, pensaba en Martina... 

(“¡Martina! ¡Martina!”). Y pensaba también en Edelmira, en la Edelmira de antes, cuando él le ponía una mano en la cadera y otra en la mata de pelo, y la empujaba hasta hacerla caer de espaldas.

Cuando aquello sucedió él venía con un cartucho, de la bodega. (“No traía tampoco los cigarros aquel día”, piensa ahora»). Al entrar fué que escuchó los pasos atropellados, el ruido allá por la cocina, el corre-corre en el traspatio. (‘¿Quién sería?... Nunca he sabido quién fué. Nunca lo he sabido”). Edelmira salió a su encuentro, turbada, casi pálida.

Evencio, yo... -dijo. Y no pudo continuar.

La mujer le estaba dedicando una sonrisa que no venía al caso, o que en todo caso la delataba. ¿Qué le detuvo el brazo? ¿Qué lo dejó sin gestos, sin palabras? Estaba él mismo turbado, casi pálido. Como ella. Separó los ojos de la mujer y siguió rumbo a su cocina. (“Edelmira hubiera querido decirme que por qué no compré los cigarrillos”, piensa ahora).

Evencio no hubiera querido que "su” mujer le diera la oportunidad de los cigarrillos, pero sin embargo desde aquel momento el humo regresó a la casa en el cartucho, entre el tasajo y la latería y las libras que le obligaban a treparse en el mostrador y meter la cabeza en la balanza para que fueran de dieciséis onzas. Ella vió regresar el humo y nada dijo, pero se sintió aliviada. (Si a mano viene pensó: "Evencio se enteró y no ha pasado ni medio. ¡Qué bien!”). Se quitó la duda de encima. (A lo mejor pensó: "Evencio no es capaz ni de matar una mosca, ¿cómo yo he pensado que podía matarme a mi?”».

Pero el humo no fué lo único. Después del humo vino el láguer y vino el cuento también. El bodeguero no supo si sonreír cuando Evencio dijo la primera vez:

- Na, a cualquiera se los pegan. Usté ve a Edelmira tan tiesa como va por ahí... Pues na, no se pue dudar...

Y otro día, después del último laguer;

- Compadre, póngase a cuatro ojos cuando tenga mujer... Mírese en mi espejo...

El espejo eran sus manos en la frente, con los dedos índices apuntando hacia lo alto. Así anduvo el humo, el laguer y el cuento. ¿Que cuánto tiempo anduvo sin Edelmira comprender, sin imaginarse apenas su desquite? Eso era lo de menos. El caso fué que alguien se lo dejó caer en el oído. (“¿Quién se lo diría? ¿Acaso yo le haría el cuento en la bodega al mismo del
ruido en la cocina y el corre-corre en el traspatio?”, piensa ahora).

Esta vez el láguer nada más estaba empezado cuando empezó el cuento:

¿Usté nunca ha llegao a su casa y se ha encontrao el nío ocupao?... ¿Usté nunca...?

Evencio sintió de pronto que algo le daba en el costado, haciendolo girar y doblarse de rodillas, a tiempo que oía un ruido seco, como un tablazo sobre el piso enladrillado. (“¿O como.fogonazo?”) Y en seguida oyó a alguien, al bodeguero tal vez, que gritaba espantado.

-¡Es Edelmira! ¡Es Edelmira!

Luego no escuchó más nada. Ni nada sintió. Si acaso, un líquido corriéndole por el muslo izquierdo. (“Se me botó el láguer”, pensó). Pero, cuando, lo acostaron, se le zafó un párpado, alcanzó a abrir un ojo, pudo mirar por un momento la herida y el pantalón lleno de manchas rojas, enormes. (“No, no se me botó el láguer. Es sangre, Me han herido. Es sangre"). 

¿Dónde estaba? No sabía donde estaba. Alguien habló a sus espaldas:

- ¿Está grave, doctor? 

Y más allá, otra voz martilleaba:

—Ella hizo lo que él debió hacer mucho antes. ¿Ella? ¿Quién era ella? (“Ah, Edelmira", pensó). Sí, era de Edelmira de quien hablaban, sin duda. Pero ella no hizo lo que él debió haber hecho entonces.

El debió matarla. Y ella solamente lo había herido. (“La herida es pequeña... no es casi nada la herida”). El no debió conformarse con el regreso del humo, con el humo en el cartucho, y luego con el láguer y los cuentos, con los cuentos y el láguer en la bodega. El debió matarla. (“Lo pensé, pero no sé, nunca he sido fuerte. No he sido fuerte ... como ella”).

Se sentía Evencio bien, súbitamente mejorado. (“¿Por qué no me dicen que puedo irme?”, pensó). Sabía que apenas le pusieran un vendaje en la herida, que apenas le limpiaran la sangre allí acumulada, echaría a andar como si nada. (“Volveré a hacer el cuento en la bodega”).

- No es necesario operar- oye decir lejos, muy lejos-. Ya todo es inútil, 

¿Inútil, qué? ¿Qué podía ser inútil? (“¿Por qué va a ser inútil que yo haga el cuento en la bodega?”, pensó). Evencio se sentía muy bien. Ni siquiera trataba de incorporarse porque se sentía muy bien así. Lo único que lo molestaba era esa palabra: inútil. ¿Qué podia ser inútil? (“Y, ¿si se trata de mí, si todo es inútil porque me estoy muriendo?”)


¡Muriéndose! Ahora sí quiso incorporarse y llamar a Edelmira, a “su” mujer, para que le dijera que eso no era lo inútil, que él no se iba a morir. (“¡Edelmira! ¡Edelmira!”)

Tan sólo consiguió menear un poco la cabeza, que cayó de repente sobre su hombro derecho.

-- Martina- dijo. Y ya no dijo nada más.



Texto e ilustraciones: Carteles. Mayo 1, 1955.



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