Wednesday, August 7, 2024

Las campanas silentes de la Soledad (por Carlos A. Peón-Casas)

Iglesia La Soledad. Año 1905.
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Iglesia La Soledad. Año 1915
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El hermoso templo dieciochesco de Nuestra Señora de la Soledad en ese proverbial y añorado entramado Puerto Príncipeño, fue dotado en un minuto del recién estrenado siglo XX por unas campanas que nunca sonaron.

La mudez fue proverbial ante el deseo ardiente de los agramontinos acostumbrados a aquella innumerable algarabía de tanto bronces sonoros desde los realzados campanarios en tan corto espacio citadino.

A las campanas aludidas regaladas a la ciudad, y a la prominente Iglesia de la Soledad, por un prohombre de señaladas proezas: William Van Horne, quien trajera a la otrora villa las paralelas del primer ferrocarril nacional, y se avecinara finalmente a la orilla del Hatibonico, les faltaron un mecanismo o aditamento para hacerlas repicar, que las hizo mudas para siempre.

La historiadora norteamericana Irene Wright nos legaría su versión de los hechos en una elocuente y deliciosa crónica con motivo de una visita suya a la otrora ciudad del Príncipe:
Sir William, según entendí, no se había negado, y muy pronto se recibió un gran embalaje cuyo destinatario era la Iglesia de La Soledad. Al desempaquetarlo, aparecieron a la vista unas espléndidas campanas, regalo de Sir William(…) Las campanas habían costado unos cuantos miles de dólares; son sin duda de última generación, maravillosas y de sonido muy dulce, pero nadie podía hacerlas sonar. La Merced alardea de su pintura exterior, la Soledad no está conforme con sus campanas silentes. Se le había pedido a Sir William que mandara quien pudiera hacerse cargo del asunto pero nadie vino finalmente a componerlas (….)(1)
Pasaron los años, y un águila sobre el mar, y el imponente campanario de la Soledad acomoda aún a las portentosas campanas en su mudez grandilocuente.

Aunque si este escribidor no puede recordarlo mejor, la razón de la mudez pudo haber sido otra, más conectada con la integridad de la torre campanario, y los efectos físicos de la inevitable resonancia que el potente tañido de las susodichas pudiera generar, amenazando la estructura que celosamente las alberga.

Tan preclara afirmación se la escucho o creyó escucharle este cronista al eminente historiador eclesial del Camagüey y cuidador celoso por década de los valiosos libros parroquiales de la Soledad, el entrañable Enrique Palacios.

Y como se dice con toda justeza en buen italiano:  se non è vero, è ben trovato.




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