Nota:
Agradezco a Baltasar Santiago Martín que comparta con los lectores
del blog, este texto de Angel Padrón Hernández (Blog
Damas 314), incluido en el número de diciembre 2017 de la revista
Caritate.
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Hace mucho tiempo, allá por 1980, en el portal del Hotel Plaza en La Habana, fui testigo de unos virtuosos 32 fouettés ejecutados con limpieza y asombrosa velocidad por un joven muy delgado al que llamaban “Yuyi”, mote con el que todos sus allegados llamaban a la primera bailarina Josefina Méndez. Lo increíble era que los hacía con un par de destartaladas zapatillas de punta: “Estas zapatillas son históricas –aseveró– y me las regaló la propia Yuyi. Son mi fetiche, sin ellas no me salen bien los pasos”. Los que lo rodeaban y aplaudían lo estimulaban con frases como esta: “Dale, Yuyi; cabeza, mucha cabeza, para que no pierdas el spot”, y eran quienes además iban tarareando en ritmo y tiempo la onomatopeya de la música de los fouettés del Cisne Negro, del tercer acto de El lago de los cisnes. Terminado el ciclo de las legendarias 32 vueltas, arremetió con la archifamosa “vaquita” sobre aquel piso duro, que remató con el difícil círculo de piqués, que cerró con dobles. Luego supe que ese joven –quien se preciaba de tener en su repertorio “variaciones de distintos ballets– hacía esas mismas proezas técnicas en el pórtico del cine Yara y en las colas de la calle San Rafael para comprar entradas para el BNC, adonde siempre traía sus puntas paupérrimas y donde, se lo pidieran o no, ejecutaba sus proezas. Aquello me dejó anonadado. ¿Cómo había aprendido a dominar aquellos pasos en los que muchas bailarinas tardan tanto tiempo para conseguir la perfección? Le pregunté: “Oye, ¿cómo lograste eso? ¿Alguien te enseñó?”. “Nadie –me dijo sentencioso–; lo aprendí solo de mirar a Yuyi, mi bailarina favorita, a quien adoro. Josefina Méndez, después de Alicia, es la más grande entre todas. Es mi inspiración. Yo no bailo, es ella la que me hace bailar, la que desde el escenario “me transmite” la técnica y yo absorbo su arte, y ya ves, acabas de ver el resultado”. Quedé en estado casi catatónico, como creo que quedaron todas las personas que rondaban por aquella zona y que se fueron incorporando a aquella especie de “función de ballet callejera”. Lo increíble también de aquel “bailarín balletómano” era su valentía, porque esos eran tiempos en que la homofobia imperante en todo el país era proverbial. Tiempos de las famosas “recogidas”, donde ser homosexual era ser culpable de tu condición sexual, ser condenado a dejar ser quien eras para ser aceptado hasta en las carreras universitarias. Ahora muchos gays creen que son leyendas inventadas por los que lo padecimos, pero no fue así. Se pagaba un precio caro por ser gay, lo cual era un desafío social en Cuba, en esos tiempos felizmente ya pasados, pero que dejaron huellas profundas en todos los que lo sufrimos. Aquel impertérrito balletómano repitió la Coda más de seis veces, a petición de sus admiradores y de todo el que pasaba por esa zona, donde además había, recuerdo, una parada de guaguas. Ya había sido testigo, en una función de Coppélia en el “García Lorca”, de algo que me dejó igual paralizado. Como todos saben, en el II acto de este ballet, la orquesta repite todo el Vals del primero a modo de obertura, y ya un amigo de La Habana me había avisado que me tenía una gran sorpresa, y me pidió que nos quedáramos afuera, en el pasillo del segundo piso. “No tienes ni idea de lo que vas a ver”, me anunció entusiasmado. “La función buena no es solo en el escenario, hay aquí otra fabulosa, así que prepárate”. Para mi asombro, otro balletómano, alto y muy delgado, en pleno lobby ejecutó de forma brillante y sin un solo fallo técnico el susodicho Vals, que es todo un reto para cualquier primera bailarina. Ese Vals es tan enrevesado técnicamente, que para muchos balletómanos, si se hace bien, es como una patente de corso de que será una buena función, porque realmente en la versión de Alicia Alonso es todo un reto técnico, aun para las más virtuosas bailarinas. Cuando aquel joven terminó el Vals, atronadores aplausos –incluyendo los míos – estremecieron aquel lobby.
Esas vivencias en mis primeros contactos con el ballet me adentraron mucho en ese universo fascinante, del cual de alguna manera también creo soy parte: los balletómanos.
¿Qué es un balletómano? Pues sin dudas aquella persona que adora el ballet, que domina algo o mucho de su técnica, sabe el nombre de los pasos, y con memoria de elefante, fechas, nombres de bailarinas, signo zodiacal de estas, sus preferencias, gustos, formas en que se visten, si están casadas y con quién.
Un balletómano conoce los estilos en el ballet y los defiende, al punto de atacar con los peores improperios y anatemas a sus intérpretes cuando los malogran; aplaude vehemente en el teatro –algunos poseen un verdadero patrimonio de adjetivos o epítetos para su bailarina favorita: “perra, regia, única, divina…”– y coleccionan con verdadero frenesí imágenes de funciones, incluso videos en formatos antediluvianos, con escenas o ballets completos, de los cuales han conseguido grabaciones históricas, fotos que tal vez ni el Museo de la Danza tenga, así como programas firmados por bailarines, rosas secas en un libro –de ballet, desde luego– de un ramo que regalaron en tal o más cual función de sus adoradas divas de la danza.
Esperan a la salida del teatro a su diva favorita, para felicitarla e incluso hacerle correcciones de algún paso que no estuvo del todo bien. En mi época de juventud, los conocí que hacían –hacíamos– colas espartanas para conseguir una entrada, con largas listas que había que “rectificar” durante varios días; que dejaban de comer si se les hacía tarde para la función, o emigraban a otras provincias para ver bailar a sus “divas” preferidas.
Tengo un amigo que se montaba en aquellos trenes que tardaban un siglo en llegar a La Habana, con apenas lo mínimo de dinero, para poder ver las funciones de Charín (Rosario Suárez). Muchos balletómanos aquí en Camagüey guardaban sus mejores ropas para la función de Aidita, aunque hubo adoradores de Dania Cristia, Dorys Pérez, Laura Urgellés, Celia Rosales, Bárbara García y Zoraida Rodríguez –a esta última, nadie, es cierto, la igualó ni superó nunca en la velocidad de la diagonal de piqués de Paquita, además de que este Gran Pas fue montado especialmente para ella, y este detalle pesa mucho en la mente de un balletómano.
Recuerdo que un amigo, siempre que se ponía en escena Paquita por otra intérprete, cuando llegaba el momento de la diagonal de piqués, salía literalmente del teatro y nos decía luego contrariado: “¡Qué va, la Zoraida “marcó” esa diagonal, y como ella nadie!; yo prefiero salir…”. En una función de Giselle, si mal no recuerdo, con Ofelia González, un balletómano tuvo una memorable discusión con un camarógrafo de la televisión, porque habían puesto la cámara en un sitio que no le dejaba ver bien. Se dijeron cosas feas, se insultaron, y el balletómano, desesperado y ya en el clímax de su indignación, le espetó hecho una furia al camarógrafo: “Yo pagué mi entrada y nadie me dijo que iban a ponerme una cámara delante, ¿usted sabe lo que eso significa? Pues que me pierdo el momento en que ella ansiosa y sonriente abre la puerta y sale de la casita, y peor aún, imagínate, no veré cuando se la traga la tumba con los lirios en las manos”.
Hay otra anécdota estremecedora. En una función de Alicia, los balletómanos se aglomeraban contra las puertas de cristal para que los dejaran pasar. Alguien le avisó a la Alonso que “su público” estaba enardecido porque no los dejaban pasar. Era un festival, no recuerdo bien. Ella, medio maquillada aún, pidió que la dejaran hablar con ellos, y alguien le dijo que no lo hiciera, que aquello sería una locura. Pero Alicia, sabia siempre, pidió que la llevaran a la puerta, e incluso que la abrieran. “Amigos, por favor, ustedes saben lo que significa esta función –les dijo, calmadamente– para la cultura de nuestro país y para mí; por favor, sean organizados, que todos van a pasar”. Y con un gesto, dio la orden a los empleados de que abrieran las puertas. Una estruendosa ovación estremeció el lobby del “García Lorca”. Y efectivamente, todo el que estaba allí pudo acceder al teatro y disfrutar de la función.
Estos adoradores del ballet clásico son capaces de hacer largas colas o pagar precios altísimos por una entrada para la función de su bailarina preferida –aunque es poco probable que un buen balletómano no tenga ya algunos “contactos” que lo ayuden a conseguir cómo acceder a las funciones de su diva del alma.
En La Habana, el fenómeno era todavía más notorio. Los había que adoraban a Aurora, otros a Loipa o a Mirta Plá. Josefina fue una de la que más balletómanos tuvo…
Los balletómanos de Alicia, por ejemplo, le arrojaban ramos de flores en el “Lorca”, la abordaban a la salida del teatro, le gritaban exaltados los epítetos más grandilocuentes en medio de una función: “Única, divina”. Creo que, aunque el término suene un poco “raro”, que la bailarina a la que se le adjudicó primero por algún balletómano delirante el clásico “perrrraaaaaaaa” fue Alicia Alonso.
Los balletómanos son muy amigos de otros balletómanos, siempre que no tengan una preferencia divergente a la suya por la bailarina de sus sueños. Ejemplos sobrados viví yo, en las colas del “Lorca” en aquellos años ochenta, de tantos balletómanos adoradores de Amparo, enfrentados a los que sublimaban a Ofelia. Discutían de pasos, se disputaban criterios, y armaban tremendas alharacas en plena calle San Rafael, ofuscados cuando el criterio del otro no era análogo al suyo.
Un caso excepcional de esto fue Rosario Suárez. Lo de Charín sí fue algo que todavía me asombra, un fenómeno social diría yo. Sucedía con ella que todos los balletómanos la adoraban. Le decían “la reina de los jueves”. Ella fue merecedora de aquel famoso “egregia” que le gritó un balletómano. O aquel otro “doméstica” que le lanzó un balletómano de Camagüey, todo porque en una función del entonces Ballet Teatro de La Habana, dirigido por Caridad Martínez, Charín se mojaba el pelo en una palangana.
Todo el que vive y asiste a ballet en Camagüey conoce a Hugo, quien es un verdadero virtuoso de epítetos y adjetivos para sus bailarinas preferidas. Una vez le grito a Aidita: “Azulísima”, porque vestía un vestuario de ese color. Hugo tenía el poder de lanzar un “Bravoooooooooooooooooooo”, extendiendo la vocal final tanto tiempo, que uno se preguntaba, si hubiera sido cantante, cuanto habría triunfado extendiendo un agudo así tanto tiempo sin respirar. Igualmente, en una función de Coppélia, un balletómano le gritó a Rosario Suárez: “Charín, un brazo de Lago”, o sea, le estaba pidiendo a su diosa que en medio de aquel ballet (que tiene otro estilo), ella pusiera los brazos como en Lago. Y hay una realidad, como bien señala Pedro Simón en su trabajo sobre el balletómano, que todas las obsesiones son dañinas, por ende, también este exceso de adoración puede dañar mucho una función, y lo que es peor, hacer creer al artista que está en el escenario solo por complacer a sus “adoradores” que están en la platea. También se da el caso de artistas que, acostumbrados ya a complacer el gusto de su público, buscan el aplauso o el alarido, y extienden más allá de lo razonable un balance, aunque el cuerpo esté mal colocado, solo con el fin de conseguir al aplauso. Y eso ciertamente no es nada celebrable. Además, el fanatismo de algunos balletómanos con una figura en especial, lo hace cegarse de tal nociva manera, que no valora –o no lo desea– el desempeño de otras igualmente buenas y talentosas. Pero un buen y disciplinado balletómano, conocedor y respetuoso –que hay muchos así– son esenciales en una función de ballet. La comunicación, digamos “espiritual”, del balletómano con el ballet es algo peculiar, pasional; algo que tiene que ver mucho con la adoración y el amor más desenfrenado. Los balletómanos tiemblan de miedo, sudan, sufren; les dan soponcios, taquicardias, cuando su bailarina predilecta no hace la variación tal como ellos esperaban, y muchas veces se paran y se van indignados.
Un amigo mío se devoraba sus uñas cuando Aidita ejecutaba una variación. Él no disfrutaba las variaciones, sino que las “sufría”, penando de antemano de que fuera a caerse de la punta o a perder el eje, etc.
Son a veces crueles, y no perdonan unas pirouettes dobles cuando ellos esperaban triples. También es verdad que hay un gran grupo de balletómanos que aplauden cuando un bailarín se cae o le falla un paso. Otra cosa particular en este gremio que nos ocupa es que, como dijo una vez Alicia: “Los grandes públicos siempre aplauden la entrada de las grandes figuras”, y se refería desde luego a que una vez que aparece una primera figura, los buenos y conocedores balletómanos aplauden fervorosamente. Y el público cubano en general es de esos “grandes públicos”. Una noche, en el Teatro Principal de mi ciudad, bailaba Cristine Ferrando –bailarina francesa que recibía preparación en el BC– Paquita, en la que no ejecutaba en la coda la sucesión de 32 fouettés, sino que hacía solo 16, y los restantes compases los resolvía con un discreto círculo de piqués. Una noche, sus padres habían venido de su país a verla, y ella no lo sabía. Estaban sentados en el primer balcón, como en las películas. Alguien le avisó a la Ferrando que ahí estaban sus padres. Un balletómano que estaba cerca le dijo: “Oye, Cristín, tienes que apretar hoy, sobre todo en los fouettés, que tus padres están ahí, así que suéltate”. Pues bien, ocurrió el milagro de que la Ferrando ejecutó esa noche sus 32 vueltas cerrando con dobles, lo cual provocó una delirante euforia en el público. Recuerdo que muy cerca de mí había una señora que escuchaba que Hugo, al que ya me referí, muy famoso por sus ditirambos a las bailarinas, le gritaba: “¡Lograda, lograda!”. La señora se volvió hacia mí y me preguntó: “¿Qué le están diciendo, ¿rosada?”. Y yo le contesté: “No, señora: lograda”. Ella, más desconcertada aún, me preguntó: “¿Lograda, y que eso quiere decir?”. “Eso quiere decir que la bailarina “se logró” en el escenario, que se logró”. La señora suspiró, sin entender, y siguió aplaudiendo.
Aunque aclaré bien que La Habana era más pródiga en admiradores del ballet, aquí, en mi ciudad, este balletómano del que hablo tenía organizado una especie de “sindicato” de adoradores del ballet, a los cuales “repartía” qué “calificativo o elogio” debían gritarle y en qué momento a la bailarina en cuestión. Estos ocupaban siempre la primera fila de la platea. Asombroso, realmente. Pero no es solamente esto lo que define un balletómano. Está, por otro lado, la gran pasión que siente por el ballet, su capacidad para entenderlo y llegar a tener una gran cultura en este arte secular y complejo. Los balletómanos son capaces incluso de saber la historia del ballet, y citar momentos cruciales de la danza, con una precisión que envidiaría cualquier historiador de arte.
Bárbara García gozó en Camagüey, desde que se graduó, de una especial adoración por el público. Una vez que bailaba Giselle, el primer bailarín Osvaldo Beiro se lastimó en el primer acto. Y por ello se presentó el segundo acto solo hasta la “iniciación” de Giselle. Luego de esta, y bajo una ovación por las tres vueltas con que ella cerró los grand pirouette en attitude y el balance final, se cerró el telón. Un suspiro de desaliento se oyó en toda la sala, y alguien, balletómano acérrimo, me comentó furibundo: “Esta niña tiene una técnica que me molesta. No la resisto, es demasiado. A nadie he visto hacer un grand rond de jambe en l’air, luego pas de bourré sin bajarse de la punta en la variación del primer acto, y ahora esto. Después de esa iniciación, es demasiado ya, ¿qué se cree ella? ¿Que somos de acero? Lo mejor que pudo pasar es precisamente eso, que se cerrara el telón”.