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Tuesday, November 19, 2024

De billetería "El Cambio" a "Cafetería Mozo", un poco de historia. (por Víctor Mozo)

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Don Leopoldo Mozo Andrade
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No fue tarea fácil derribar paredes de unas cuantas pulgadas de espesor, aquellas construcciones de los albores del siglo 20 estaban hechas para ver correr las épocas generación tras generación. Atrás quedaría, gracias a ese desafortunado derribo de paredes, gran parte de la historia familiar de la billetería llamada El Cambio, que un día fundara Don Leopoldo Mozo Andrade, mi abuelo. Desafortunado porque mi padre, que había heredado la billetería que tantos premios mayores había vendido en el Camagüey de aquel entonces, quería seguir con aquel negocio que siempre dejó más ganancias que pérdidas pero, considerada la venta de billetes de lotería diversión como si fuera vulgar apuesta, había llegado un tal comandante y mandado a parar, parafraseando así una vieja canción de Carlos Puebla, uno de los grandes aduladores del susodicho comandante.

Rafael Mozo
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El viejo Rafael, mi padre, nada ducho en menesteres gastronómicos, navegaba en ilusiones viendo derribar aquellas añejas paredes para dar paso a una cafetería que llevaría por nombre Cafetería Mozo ya que el nombre de El Cambio, aquel que se encontraba en el anuario telefónico con el número 30-33-1 pasaría a la historia. En lo adelante no habría nada que cambiar y sí que vender. Al menos, eso se esperaba, ¿acaso no se prometía un futuro mejor en aquel año 1959? Contrariamente a los establecimientos aledaños como el Perla de Cuba, el Bar Agramonte y el Parque Bar, papá no vendería bebidas alcohólicas.

No recuerdo cuántos obreros se dieron mano a la obra entre albañiles, plomeros, carpinteros. La idea era una cafetería moderna en un sitio mítico como lo era esa esquina del Parque Agramonte. Mi padre quería lo mejor en aquella esquina de Martí e Independencia. Se venderían refrescos, golosinas, helados, bocaditos en la mayor parte donde habría una gran barra y otra parte, más pequeña, en una esquinita, donde se vendería ese líquido que se hacía indispensable a ciertas horas en pequeñas tazas, a la vez que se iniciaba cualquier tertulia pasajera entre dos o más clientes más el vasito de agua casi obligatorio antes o después y hasta rodajas de limón para aquel cliente que no podía tomar su cafecito sin echarle algunas gotas del verde cítrico. Y no faltaría la pequeña vidriera para cigarros y tabacos con sus correspondientes esponjas para mantener la humedad adecuada. Cigarrillos de todas marcas nacionales y extranjeras y tabacos entre panetelas y cazadores de marcas conocidas y del terruño, compartirían espacio.

Los mostradores serían de formica verde con banquetas giratorias rojas. Para apoyar los pies una vez sentados, un murete de granito. Los grandes equipos eléctricos como el refrigerador de varias puertas y la nevera refrigerada estarían a cargo del proveedor de la compañía Vocero. Paredes empapeladas con varios motivos y los anuncios de los productos en venta, bien a la vista e iluminados de noche, estarían a cargo de Muñoz, el de la calle Independencia con su lema “Muñoz sí sabe pintar”.

Así, un día llegó la inauguración y papá decidió que la tacita de café de ese día especial, sería gratis. Un ahorro para el cliente de unos 3 centavos que era lo que costaba la tacita en aquel entonces. Probablemente fue la primera cafetera italiana de presión a base de palanca de marca Faema, que se usaba en Camagüey. Recuerdo aquel pequeño mostrador con clientes prácticamente codo con codo tomando aquel néctar.

Así fue empezando lo que parecería ser un buen negocio. Por las mañanas, apenas abierto, ya estaban puestos encima del mostrador los vasos, cucharas y cuchillos para el desayuno, ese tradicional café con leche más o menos fuerte a gusto del consumidor que lo pedía. El vidrio de los vasos siendo muy frágil y pudiendo cuartearse al recibir la leche hirviendo, requería el truco de poner la cuchara dentro del vaso antes de servir la leche y el café que sería acompañado por un pedazo de pan de flauta fresco con mantequilla de la panadería El Roxy. Y todo eso, si mi memoria no me falla, por 15 centavos. Era la hora de mayor afluencia.

Ya entrada la mañana los distintos proveedores llegaban con sus respectivas mercancías. Los camiones de las embotelladoras como Pijuan, Coca-Cola y Pepsi Cola, entre otros. Las galleticas y caramelos de La Estrella, aquella fábrica tan conocida en toda Cuba por la calidad de sus golosinas. Los turrones de maní de Roselló, etc. Otros productos como el azúcar venían de los Almacenes de los Hermanos Collado a escasas puertas de la cafetería por la calle Martí. Además de refrescos embotellados, se vendían refrescos naturales traídos por el Señor Melero, quien además vendía sus propios productos en un carretón refrigerado que a duras penas y sudando la gota gorda hacía llegar frente a la cafetería Mozo. Refrescos naturales de naranja, fruta bomba, piña, melón de agua se vendían en una botellitas de vidrio a 7 centavos, Melero los vendía a cinco. Pero como de sana concurrencia se trataba, en la cafetería te tomabas tu refresco natural sentado y con Melero, lo tomabas parado, compartiendo al lado del lechonero que vendía panecillos de lascas de puerco a 20 centavos o a 10 si era de carne ya troceada. Al parque Agramonte nunca le faltaba actividad. Otro producto que no faltaba eran los helados, donde sabores como el mamey, el anón, la piña sin olvidar el mantecado, el chocolate y la fresa con sus correspondientes siropes y los bocaditos helados de chocolate y vainilla que Andrés, el dueño y fabricante de los Helados Delicias traía cada mañana.

El helado, como los bocaditos de jamón y queso, hamburguesas y medianoches, hacían las delicias de los clientes que venían a pasear al parque o a tomar el fresco de alguna que otra noche calurosa. Clientes habituales como Don Pascual, dueño de la ferretería Mimó que vivía en los altos de la cafetería, tenía por hábito después de cenar, bajar, tomarse un café, escoger un buen tabaco y entrar en la conversación, a manera de sobremesa, que ya tenían con mi papá el dueño de la Piragua y el dueño de la sedería Los Muchachos, ambos llamados Alfredo. Todos los comerciantes de la zona se conocían.

Era rara la persona que al querer cortar camino atravesando por la cafetería de Martí a Independencia, no se detuviera a comprar algo, tomarse un café o un simple refresco. El que seguía de largo paraba para mirarse en aquel espejo cóncavo recuerdo del comercio de mi abuelo cuando era billetería y mirarse de repente gordo o flaco. Eran otros tiempos en los que aún se podía soñar y prosperar.

Pero pudo más el egoísmo de todo un hombre que lo quería todo para sí y un buen día los sueños de Rafael Mozo Castellanos, hijo de aquel que había hecho fortuna con los billetes de lotería e invirtiendo bien su dinero, se desvanecieron sin remedio. Había llegado una mal llamada revolución que solo traería ruinas y el suicidio y depresión de muchos comerciantes. Ahora, los usurpadores, esos que son dueños de todo, convirtieron la cafetería en bar después de haber desmantelado y destruido lo que con tanto sudor se construyó y sin haber pagado un centavo de indemnización. Para más tristeza, lo llaman Bar El Cambio, como el nombre del comercio de mi abuelo, un sitio donde mi familia nunca quiso vender bebidas alcohólicas.

Leopoldo Mozo y Angelina Adán Ricart, 
hermano y madre de Víctor Mozo
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Angelina Adán Ricart y Arsenio,
 empleado de la Cafetería Mozo.
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Víctor Mozo y su hermano
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Las fotos familiares son propiedad de Víctor Mozo, quien las envió para ilustrar su texto en el blog Gaspar, El Lugareño.


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Ver Víctor Mozo en el blog 

Wednesday, January 31, 2024

Tomar un cafecito alrededor del Parque Agramonte


Tomar un cafecito alrededor del Parque Agramonte: en el Perla de Cuba, en el Parque Bar, en el Bar Agramonte, justo al lado del pequeño taller de Alfonso Sedrés. En Independencia había un cafetín con su correspondiente estanquillo de cigarros y tabacos y por supuesto la Cafetería Mozo (antigua billetería El Cambio), donde también se vendía cafecito y un poquitín más lejos en el Mogambo, por la calle Cisneros. La cafetería Mozo tenía una cafetera italiana Faema y ya salía de la vieja tradción de esas grandes cafeteras grandes, toda niqueladas que para mi mentalidad de niño resultaban unos artefactos bastante complejos de manipular. (Victor Mozo)

Tuesday, March 16, 2021

Enrique Manuel Pérez Pérez, el arquitecto olvidado (por Víctor Mozo)

Colegio de Arquitectos de Camagüey. Año 1959
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Foto hecha en el año 2000. 
Este edificio fue sede varios años
del PCC Provincial. 
Imágenes tomadas del website Arquitectura Cuba.
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Ver la foto de lo que fue la sede del Colegio Provincial de Arquitectos de Camagüey en el Facebook de un amigo el pasado 13 de marzo, Día del Arquitecto en Cuba, no podía dejar de llevarme a pensar en quien fue el hacedor de tan maravillosa obra arquitectónica y a la vez el último presidente del Colegio de Arquitectos de la provincia agramontina, el arquitecto Enrique Manuel Pérez Pérez.

Lazos familiares me unieron durante varios años a Pérez Pérez, como era más conocido. Estos lazos, que no olvido, pues era el abuelo de mi hija, me traen innumerables recuerdos. No solo me enorgullezco de haberlo conocido sino también de haber convivido con él.

Si había una persona apasionada por su trabajo a tal punto de no contar las horas, era él. Pérez Pérez, habría podido ser un arquitecto de renombre en cualquier parte del mundo, pero prefirió quedarse en Cuba aun a sabiendas de que su familia, bien establecida en España, lo habría ayudado a empezar de nuevo.


Vuelvo a la foto de marras, a la primera, no a la del adefesio en que se convirtió lo que pudo ser una obra de arte orgullo de nuestro Camagüey. Quizás Pérez Pérez se inspiró de grandes arquitectos como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright para realizar dicha obra. En más de una ocasión ojeé en su casa las revistas especializadas que guardaba quizás de una época que para él fue dorada. Las fotos de las obras de esos dos grandes arquitectos de fama mundial, no faltaban.

Antiguo Hospital de Emergencias.
Camagüey década de 1950
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La firma del arquitecto Pérez Pérez no era la única en Camagüey, por supuesto, pero cuando se hablaba de grandes obras había que contar con él. Ya fuera el antiguo Hospital de Emergencias, hoy Clínica Dental y Centro de Higiene y Epidemiología, el Hospital Oncológico, el Hospital Amalia Simoni o ya fuera el edificio El Lugareño del que fue arquitecto asesor o el edificio de apartamentos de Urbano Benito muy moderno para su época, sito en la calle República llegando al callejón de Castellanos o el antiguo Club de los Amigos del Mar, convertido después en las sombrillitas del Casino. Sin olvidar un buen número de casas diseñadas por su firma y, por último, hasta su retiro, la renovación y construcción de hospitales como arquitecto de la Dirección Provincial de Salud Pública.

Concienzudo en su trabajo, era difícil llevarle la contraria sin una razón válida. Así me contaba un amigo que en una ocasión no cejó en tomar una mandarria para echar abajo una pared porque no se había hecho como él lo había pedido y aparecía en los planos. Ante la queja y el asombro de los presentes, dicen que había dicho “aquí el que construye soy yo, y él que destruye, soy yo”. ¿Fue verdad? ¿Verdad a medias? Quizás. Pero no lo dudo, el hombre era de armas tomar cuando se trataba de su trabajo o de su familia.

Hospital Amalia Simoni.
Aspecto actual
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Sí me consta que días antes de casarme con su hija, noqueó, por así decir, a un obrero de la construcción en el Hospital Amalia Simoni, que lo había ofendido. Le costó una fractura del pulgar derecho que fue tratada por su amigo el ortopédico Ulises Sosa de Quesada en el hospital Pediátrico. De eso fui testigo y compañía imprescindible, pues ante una fractura, el hombre sí tuvo miedo. Quédate conmigo, Víctor, me decía, mientras el Dr. Sosa de Quesada trataba de reducirle la fractura. Así, días después, el arquitecto Pérez Pérez asistía a mi boda con el brazo enyesado.

Al hombre que en una época cambiaba su carro cada dos años, según me contaba, fue de los últimos en Salud Pública, en recibir la autorización para comprar un Peugeot. A Pérez Pérez, el arquitecto que no contaba las horas para trabajar, se le dejaba para último. Y sí alguien tenía más que méritos por las obras pasadas y presentes en el campo de la construcción en salud pública, era él. Pérez Pérez nunca pidió nada, nunca se vistió de miliciano, nunca fue come candela. Sí perdió mucho, pero no se lamentaba de nada, había acogido su destino como había acogido su profesión, mirando siempre adelante.

Edificio Lugareño.
Foto de Reynier de la Rosa. Año 2010
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Es una pena y una tristeza enorme que arquitectos como él no se mencionen o se mencionen apenas. Mucho le debe Camagüey a Enrique Manuel Pérez Pérez, el arquitecto, el hombre que amaba sobre todo su profesión. Queda en mi mente el recuerdo de esa bella foto que él guardaba del Colegio de Arquitectos y de la que yo considero, sin ser experto en la materia, una obra de arte del Camagüey moderno, del Camagüey que marchaba a la vanguardia del modernismo arquitectural. Honor debe dársele, a quien honor merece.

Friday, February 5, 2021

Academia Camagüeyana de Judo et Jiu-jitsu. II. (por Víctor Mozo)

Masayuki Takahama
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Mucho se podría contar de lo que fue la Academia Camagüeyana de Judo et Jiu-jitsu, como rezaba la placa dorada fijada en la pared de la citada academia, sita entre San Isidro y la calle Cristo como bien lo menciona el ilustre amigo Carlos A. Peón Casas en su crónica publicada en las páginas del blog "Gaspar, El Lugareño" de Joaquín Estrada Montalván. Sirva pues de adenda lo que mi memoria aporta. 

Efectivamente, la academia de Judo está ligada a los hermanos Sabatés, pero no fueron ellos los únicos que pasaron por allí y dieron lustre a tan antigua disciplina en la cuna del Bayardo.

Por allá por el año 1960 o 1961 cuando se entraba en la academia había una hilera de balances para que se sentaran a ver las prácticas o competencias los familiares de los judokas o público en general. Detrás de los balances, en la pared, estaban las fotos de los judokas de Camagüey, miembros de la Federación cubana de Judo y Jiu-jitsu que habían obtenido la cinta negra entre los grados de 1ro a 3er dan. Allí estaban las fotos del Sr. Alfredo Recio, uno de los mencionados en el artículo del Sr. Peón, y también las de Ricardo Sabatés Belizón, Porrito, de Florida, Acuña, Alfredito, hijo de Alfredo el dueño de la tienda para caballeros La Piragua en la calle Independencia casi al lado de la billetería de mi abuelo El Cambio, Enrique Pérez Ablanedo, uno de los hijos del dueño de la tienda de víveres La Campana, el Dr. Justo de Varona, que vivía en el callejón del Cuerno. Había otros más, y en un lugar prominente la foto del maestro japonés Masayuki Takahama, 6to dan con su cinta con franjas rojas y blancas, cinta que muy pocos judokas llegan a alcanzar.

En esa época, todos los niños que practicábamos allí veníamos, sobre todo de colegios privados, tanto religiosos como laicos. Entrenábamos en un colchón de lona relleno de aserrín, el tatami como tal no existía en ese momento. Al llegar al colchón había que descalzarse como lo requiere la tradición y saludar con un gesto de la cabeza, ídem cuando se salía del colchón terminada la práctica. Todos, o casi todos los colegios privados tenían sus equipos de Judo y así participar en competiciones intercolegiales.

Intervenidos estos colegios y por ende eliminada la educación privada, la academia fue rescatada por Ricardo Sabatés Belizón, cinta negra 2do dan y propietario de la farmacia de su mismo nombre en la calle República. El profesor Ricardo, hombre al que nunca le faltó el entusiasmo, hizo que no muriera la academia y en poco tiempo organizaría dos grupos de alumnos los mayores y los menores. Las clases eran de 5 a 6 o a 7 pm para los menores y de 7 a 8 o a 9 pm para los mayores. En menos de nada fue tan grande el grupo que Ricardo Sabatés decidió que se derribara la pared para agrandar el colchón.

Allí practicaba también uno de los hermanos Sabatés, Mario, quien trabajaba en la joyería Sabatés. Me entero por José Sabatés, para los conocidos Pepitín, que también su tío Roberto, el optometrista, incursó en ese deporte en la antigua sociedad La Popular. Recuerdo que Mario tenía la cinta amarilla. No recuerda mi amigo Pepitín Sabatés, sin embargo, si su otro tío César practicaba judo, pero me dice que es posible. 

Dato interesante en ese momento era que la más de la mitad de los que practicábamos judo allí éramos asiduos a la Catedral, todos los monaguillos y la mayor parte del grupo de jóvenes. Los Betancourt, hijos de Ulises y Loreto, Recaredo Pérez y otros más cuyos nombres no recuerdo.

Con Ricardo Sabatés se organizaron competencias, sobre todo con judokas de Florida cuyo profesor era Porrito, cinta negra 2do dan. Florida tenía muy buenos judokas. En varias ocasiones nos visitaban cintas negras de conocida reputación como Heriberto García, cinta negra 3er dan.

Gracias al entusiasmo de Ricardo Sabatés la academia se sostuvo a flote por la módica suma de $5.00 al mes, pero el pago no era obligatorio. Se agrandó el colchón, se modificaron las duchas e incluso se instaló una pizarra eléctrica para seguir las competencias. Ricardo Sabatés abría las puertas de la academia a todo el mundo.

Esto me dice mi memoria que también me recuerda que este escribidor nunca fue ni remotamente bueno en ese deporte pero sí guarda un recuerdo inolvidable de aquellos años de sana camaradería en torno a un deporte venido de tan lejanas tierras.

Luego, el INDER se haría cargo de lo que un día había sido la academia, ya eso será otra historia.



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Saturday, January 16, 2021

"No es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós…" En Memoria de Carlota Vidaud (por Víctor Mozo)


Fotograma del documental "A puertas abiertas", sobre el Centro Católico de Orientación Cinematográfica de Camagüey, en la década de 1950 (dirigido por Anay Vázquez)
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Las escaleras que conducían a su apartamento eran estrechas, una vez en él, pocas veces tomé cita previa, tocaba apenas a la puerta que Carlota Vidaud, venía a abrir. Carlotica, así la llamábamos familiarmente. Su cara siempre reflejaba la alegría de alguien que se sentía útil y a la vez querida. Porque, quién no quería a Carlotica Vidaud en Camagüey.

Su apartamento era reflejo de sencillez, de entrega como ella. Una vez adentro, iba a saludar enseguida a su mamá, sentada al lado de la radio oyendo programas en francés, quizá Radio Francia Internacional o alguna otra emisora de lengua francesa. Su mamá, muy anciana ya, pero con gran lucidez, me devolvía el saludo en español. Mamá, decía Carlotica, háblale a Mozo en francés. Y así recuerdo aquella voz frágil que me decía, semble-il- que l’ouragan se dirige vers les Petites Antilles. Debía ser a fines de septiembre o mediados de octubre de un año que no recuerdo y, efectivamente, se hablaba de algún huracán no lejos de las Antillas.

Luego Carlotica y yo nos sentábamos uno frente al otro y conversábamos en francés. Yo que empezaba a ser aprendiz de traductor, tenía en Carlotica la sabiduría y ese savoir-faire de alguien que domina un idioma en toda su extensión, porque no hay que olvidar que si Carlotica era una persona sencilla era a la vez persona de vasta cultura.

Carlotica predicaba con su ejemplo en todos los sentidos, en ningún momento hablaba de religión. No hacía falta, aun a sabiendas de que yo practicaba como ella y era asiduo a la iglesia. Quizá muchos de los que fueron alumnos y eran no creyentes, vieron ella un ejemplo a seguir.

Nunca me dijo que no a una consulta, su puerta siempre estuvo abierta para mí hasta mi salida en 1983 y a ella le debo en parte haber salido del país y ser hoy en día un traductor con más de 45 años de experiencia.

Prácticamente la veía todos los días pues pasaba por el callejón que llevaba también a su casa. Carlotica era de las pocas personas en 1983 que sabía de mis trámites para salir del país. Mi confianza en ella era absoluta, y así un buen día en ese callejón, me despedí de ella.

Trato de buscarle defectos y no encuentro, aunque seguro los tenía. Mucho me habría gustado estar allí en ese momento de su partida y poner una rosa blanca, la más bella de todas, en su féretro. Hasta luego, Carlotica, sembraste mucho bien por todas partes. Hasta luego, maestra.




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Saturday, June 8, 2019

Stewart (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Ultimo texto de la sección semanal a cargo de Víctor Mozo, desde la que compartió sus vivencias en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Nunca me habría imaginado la existencia de ese central azucarero si no hubiera sido porque devendría mi último destino de aquellos dos años que pasaría en las UMAP. Prefiero recordarlo con su antiguo nombre porque otro nombre de país suramericano le había dado aquel que nos avasallaba desde 1959.

Allá fuimos a parar. El campamento estaba situado entre Ciego de Ávila y el antiguo central Stewart con sus calles limpias, su batey llamativo, su iglesia, el túnel debajo de la línea férrea para llegar al pueblo y la antigua casona otrora casa del administrador devenida hospital. Del batallón 30 sacaron una compañía que la componíamos mayormente camagüeyanos, moronenses y avileños.

Eran tiempos de grandes locuras y al gran megalómano que dirigía los destinos del país se le había ocurrido ampliar el central ordenando la construcción de un tercer tándem y nada mejor para esa obra faraónica y luego innecesaria que la mano de obra barata que brindábamos nosotros.

Para dirigir la compañía estaba el teniente Verdecia jefe de una de las compañías del batallón 30, un tipo de malas pulgas que hasta en una oportunidad, descargó su ira cayéndole a tiros a su pobre perro. No recuerdo si el perro se salvó. Al parecer, el teniente Verdecia no parecía haber aceptado con agrado que lo sacaran de Camagüey.

Allí nos harían trabajar día y noche, bueno trabajar en mi caso sería un eufemismo porque siempre me las arreglé después de todo por lo que había pasado de trabajar lo menos posible. Los cimientos construidos para el tercer tándem eran tan grandes como túneles y era fácil “perderse” por un buen rato.
Eran otros tiempos. Recuerdo que gracias a la invitación del negrito Cordobí para que entrara en nota, supe que hasta mariguana se fumaba en el campamento. Cortés y risueño le dije que no por mucho que me repitiera prueba Mozito que esto es una maravilla. Nunca supe de dónde sacaba su yerbita.

Las nunca amadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción cesarían pronto de existir. Un buen día del mes de mayo del 68 nos anunciaron que pasábamos a ser civiles a condición de seguir trabajando allí hasta el cumplimiento de nuestro servicio militar.

Sencillamente los militares le soltaban una papa caliente a los civiles de la construcción y estos últimos se las verían negras con nosotros. Ya no estábamos militarizados y cansados de recibir órdenes. Así que tomamos aquello suavemente y haciendo de las nuestras.

Entre las múltiples venganzas se encontraban las de llegar tarde a trabajar, hacer siempre lo menos posible y hasta veces dejar el trabajo, coger la guagua e irse para Ciego de Ávila a comernos una pizza. Los capataces civiles nos tenían terror porque no se podía confiar en nosotros además de ser contestones, ¡bastante nos habíamos callado! La venganza era un plato que siempre serviríamos frío.

Como es de imaginar nuestros jefes tomaron medidas y una de ellas fue la de no darnos los cupones que nos daban para ir a comer si no trabajábamos. Fue perder el tiempo porque siempre teníamos a alguien que nos apreciaba y nos los daba, aunque no fuéramos a trabajar. La mayor parte de la gente del central nos acogía con buen agrado y hasta uno más que otro se echó su noviecita en el pueblo.

A pesar de reuniones y otras arengas un buen día agarramos nuestras cosas y nos largamos cada uno para su pueblo. Ansiábamos y queríamos más libertad. Puede que quedaran algunos, pero la mayoría nos fuimos del central Stewart sin decir ni adiós. Aquel central del que hoy solo quedan las chimeneas.

Salíamos de una larga noche que había durado entre dos y tres años. Larga noche de vejaciones, sufrimientos, locuras, suicidios y hasta asesinatos nunca merecidos. Todo por el capricho de un solo hombre que quería que fuéramos a su imagen y semejanza.

Contrariamente al título del conocido libro de Jan Valtin la noche no quedaría atrás. Las UMAP, aquellas cuatro letras, serían siempre sinónimo de aquella infamia que nunca se borraría y por la cual, 54 años más tarde se siguen esperando disculpas. 

Saturday, June 1, 2019

Humberto García Silveira. In Memoriam (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Con el tiempo y un ganchito, como se dice a veces, conocí y trabajé con otros confinados que no venían precisamente de Camagüey. Entre ellos se encontraba un cuarteto formado por Noel Valdivia Morciego, Marquitos, Palmirio López López y Humberto García Silveira. Con ellos muchas losas que ayudé a transportar. Según decían cada losa pesaba 130 libras. El jabao Palmirio, dado a hacer pesas, las levantaba como si fueran plumas. Bueno, lo hacía para la exhibición porque como él decía había que cuidarse y no curralar mucho.

Como el aeropuerto no quedaba tan lejos, la tentación de fugarse, aunque fuera para tomarse un refresco o un yogurt no dejaba de ser grande. Nadie osaba por mucho que se comentara hasta el día en que Palmirio me propuso la escapada. Algunos trataron de disuadirnos a la vez que nos prometían no decir nada y cubrirnos mientras pudieran. Así que sin mucho pensarlo nos aventuramos.

Nos lanzamos en aquella aventura escabulléndonos entre montones de vigas y otras piezas prefabricadas que se apilaban por todos lados. Así fuimos avanzando hasta llegar a la carretera. De ahí agarramos camino rumbo a el aeropuerto donde llegamos y nos instalamos en la cafetería como dos clientes más.

Por un breve momento nos habíamos escapado en todo el sentido de la palabra, vivíamos en otro mundo hablando de una cosa y de otra a la vez que gozábamos cada uno de un yogurt y un son de cola. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos en aquella plática, pero si recuerdo la mirada de asombro que me echó Palmirio. Detrás de mí se encontraba el sargento Hipólito. ¿Tomando yogurt, no? Nos espetó haciendo un gesto con la mano para que nos levantáramos y lo siguiéramos. Mientras caminaba delante de nosotros no sabíamos qué mascullaba entre dientes. Después del gustazo vendría el trancazo y hasta nos permitimos reírnos de nuestra hazaña.

De regreso al campamento después del trabajo el sargento Hipólito nos llevó ante el jefe de compañía quien solo se limitó a decirnos que se nos quitaba el pase semanal por un mes. El trancazo no había sido tan duro, mis padres podrían venir a visitarme los domingos.

Llegada a la tercera semana de aquel castigo ya no solo tenía ganas de salir de pase e ir a casa, sino salir por lo menos del campamento y ver otra cosa, aunque solo fuera para trabajo voluntario y los sábados siempre había. Por mucho que me quise colar en uno de los camiones ahí estaba el sargento Hipólito para decirme que no.

Así vi partir en uno de aquellos camiones Zil sin protección ninguna a un grupo de confinados de mi unidad como al negrito Humberto García Silveira. El muy jodedor, con su sempiterna sonrisa se burlaba de mí ya montado en el camión diciéndome: Te jodiste, eso te pasó por querer tomar yogurt. Sería la última vez que lo vería.

Unas dos horas más tarde comenzó a correr la noticia en el campamento de que un camión se había volcado. No era de extrañar, había choferes que conducían como locos. Había varios heridos, decían. La noticia que me dolió llegaría un poco más tarde. Hubo un fallecido y era el negrito Humberto. Fue triste perder a Humberto, un muchacho humilde, siempre risueño que quizá tenía todo un futuro por delante.

Hipócritamente, el jefe de batallón ordenó que se le hiciera un funeral casi militar y que se velara en su casa de Ciego de Ávila. De repente éramos militares, el jefe del batallón, el 1er teniente Pineda llegó hasta sugerir que hubiera banda de música para el entierro, cosa que nunca sucedió, por supuesto.

Un grupo de confinados dirigido por el político Colina acompañaría el carro fúnebre hasta su casa y allí se le haría guardia de honor durante toda la exposición del cadáver. Me brindé para ir y me aceptaron. Así, al día siguiente, salimos para Ciego de Ávila con varios compañeros, entre ellos los hermanos Marcano quienes curiosamente vivían justo al lado de la casa del fallecido Humberto.

Curiosa la familia Marcano, la mamá era adventista como sus dos hijos, pero el papá, no. Los Marcano tenían otro hermano que era capitán del ejército y fue uno de los que dirigió la guardia de honor. La familia Marcano fue muy atenta con nosotros, nunca nos faltó el café o alguna chuchería porque lo que fue comer de verdad nunca comimos hasta nuestro regreso.

Creo que el fallecido Humberto era hijo único. Su familia vivía en una casa muy humilde. Fueron momentos muy tristes con escenas que nunca he olvidado. Lo enterraron en el cementerio de Ciego de Ávila. Antes de cubrir de tierra el sarcófago el teniente Colina dijo unas palabras que a mí me parecieron falsas. De momento Humberto era como un mártir que daba la vida por la revolución. Como decía Juan Antonio Mella, exclamó, Humberto García Silveira era ancho de espaldas y fuerte de espíritu. Había que ser hipócrita y el teniente Colina era experto en ello.

Regresamos al cabo de 24 horas al campamento cansados y muertos de hambre. Para mí había valido la pena acompañarlo hasta su última morada. Siempre he recordado la cara de ese negrito risueño en todo momento, lleno de vida, llamado Humberto García Silveira. Demasiadas e innecesarias muertes había causado y causaría esa infamia llamada UMAP.

Saturday, May 25, 2019

Obreros de la construcción (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


De siete pesos pasábamos a ser asalariados, lo que equivaldría a un sueldo mínimo, para que el lector pueda tener una idea. El trabajo se haría en lo que llamaban la Planta de Prefabricados que se encontraba en el kilómetro 7 de la carretera de Nuevitas, no lejos del aeropuerto. Se fabricaban allí losas, vigas y demás, todo prefabricado con hormigón. Y si torpe fui en el campo lo sería también en la construcción. Como muchos en mi caso, puesto que ya habíamos dado bastante, la idea era trabajar lo mínimo y aprovechar la cercanía de la casa.

El trayecto para ir a trabajar no era largo. Por la mañana los camiones que nos conducirían a la planta llegaban al campamento a una hora razonable. Si por un lado los sargentos nos acompañaban, los jefes de obra eran todos civiles, y si dentro de ellos había gente buena, había otros que de haberlos dejado nos habrían esclavizado más que los militares. Había quienes nos miraban como si fuéramos lo peor.

El primer día de trabajo me encontré con la gran sorpresa de ver a Jorge Llaguno Cuéllar, aquel confinado de Cárdenas que un día había conocido en la Catedral y me había hablado por la primera vez de las UMAP. Gracias a él formé parte de un pequeño equipo que se ocupaba de transportar losas prefabricadas que salían fresquitas de los moldes hasta el lugar donde se almacenaban. Nos alegramos de vernos.

Aquella planta de prefabricados era enorme y al gobierno le salía muy barato emplearnos. No nos habían sacado del campo para mejorar nuestras maltratadas vidas de aquel entonces sino antes bien para dorar una imagen que en cuestión de derechos humanos estaba más que deteriorada. No había que hacerse ilusiones, seguíamos siendo esclavos, aunque con los grilletes menos apretados.

Gracias a Llaguno nuestra brigadita se las arreglaba para no trabajar mucho, aunque como siempre la alegría en casa del pobre duró poco y tuve que hacer otras cosas como carretillar cemento o arena o cargar camiones que venían a buscar las losas y vigas ya mencionadas.

Gracias al batallón 30 pude reanudar contacto con gente de Camagüey como Osvaldo Betancourt Sanz y José Pradas Casellas quienes vivieron tremenda odisea en el primer llamado. Allí encontraría de nuevo a aquel flaco desgarbado apodado Cucuta quien al cabo de tener seis hijos varones seguía buscando la hembra, y como decía él hasta que no la tuviera no paraba sin que la opinión de su esposa contara para algo, creo.

No había testigos de Jehová porque casi todos habían parado injustamente en la cárcel. Había muchos adventistas, entre los que recuerdo sobre todo a los hermanos Marcano, ambos avileños y a un negrazo descendiente directo de jamaiquinos, Asmond William Thomas Foster, buena gente y con un cuerpazo que imponía. Thomas, como lo llamábamos, dejó de ser adventista tan pronto nos dieron la baja. Había también muchos homosexuales, pero como dice el dicho, estábamos juntos pero no revueltos.

Había también gente de Vertientes, Florida y sus alrededores y de Morón. Algún que otro habanero como el mulato Casuso que era todo un personaje, pero en la inmensa mayoría éramos camagüeyanos. Eran otros tiempos también y gracias a algunos que tenían radio podíamos escuchar un poco d Aznavour, Becaud e incluso, aunque tímidamente, a los Beatles.

Gilberto Castillo Domínguez, el 20, seguía contando los días, mientras que el 18, Pedro Valero Caballero, había logrado ser el cuartelero de la barraca, o sea, nunca iría a trabajar y se volvería, así como se dice en buen cubano, un chivatón de primera. Solo quedábamos tres de aquellos primeros tiempos y nuestros números serían cambiados según cambiábamos de unidad. Siempre recordé aquel número 28 como si lo tuviera impregnado en la piel, los otros números nunca los retuve. La huella dejada por aquellos seis primeros meses en las UMAP nunca se borrarían.





Saturday, May 18, 2019

El Batallón 30 (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.


Al batallón 30 llegamos un sábado. Acercarse a la ciudad de Camagüey era anhelo de muchos de nosotros y de sus correspondientes familias que en lo adelante se ahorrarían mil y un problemas para viajar grandes distancias y la mayor parte de las veces en condiciones difíciles.

La llegada se hizo de día lo que favorecía hacerse una idea de este nuevo entorno que nos esperaba. El campamento se encontraba en la llamada Doblevía detrás de lo que era una fábrica de pienso. A una distancia relativamente corta se encontraba una parada de guagua que podía conducirnos a la ciudad. Afortunadamente, estábamos bien lejos de aquel fango rojizo de los comienzos.

Las barracas eran hechas de losas prefabricadas, tejas de fibrocemento y piso de cemento. Las literas con delgadas colchonetas nos harían olvidar pronto aquellas hamacas a la que tanto nos habíamos acostumbrado.

Acostumbrados al campamento sencillo y a sus dos barracas nos sorprendía aquel sitio que nos parecía inmenso ya que albergaba cuatro compañías conformando así un batallón al que todo el mundo conocía como el Bon 30.

El comedor era espacioso y sobre sus paredes se habían pintado consignas revolucionarias como aquella de “seremos uno, dos, tres muchos Vietnam” pintadas por quien sigue siendo mi amigo desde aquel entonces, Pedro Bencomo quien era confinado, digo yo, por ser rebelde con causa.

Al fondo se encontraban las duchas que por suerte funcionaban, aunque siempre había, a pesar del calor, quién le huía al baño o simplemente se lavaba diciendo de aquello “se bañó para carnet”, o sea, de la cintura para arriba.

Al fondo, nunca supe si hubo en una época una prisión militar porque se podían ver calabozos, aunque nunca vi a nadie dentro.

Aquello era enorme, como batallón al fin y al cabo albergaba cuatro compañías, o sea 480 confinados más lo oficiales, sargentos y los llamados políticos que no podían faltar. Entre cada barraca habían construido bancos de cemento de forma circular. Donde nos sentábamos a fumar o a conversar cuando podíamos. Estábamos todos mezclados ya que se habían eliminado las compañías exclusivas para homosexuales. La mayor parte de los confinados venía de Camagüey y de sus alrededores, aunque había habaneros y matanceros, sobre todo del primer llamado.

El jefe del batallón era el 1er teniente Pineda, un mulato que en el primer llamado había tenido fama de mandón y muy dado a la disciplina militar según me había contado un cabo que había conocido en el campamento de Méjico. Al subteniente Juan Bautista Rodríguez Díaz, más conocido como JB se le veía con cierta frecuencia y se complacía en manejar la moto de uno de los confinados que siempre le había sacado lasca a su vehículo motorizado sirviendo de mensajero.

Luego estaban también los políticos, entre ellos otro mulato de apellido Colina. Luego venían los jefes de compañías, el de la uno era el Tte. Verdecia un trigueño refunfuñón, el jefe mi compañía era un teniente, Oberto Anzardo López Pérez, aficionado al pilotaje de avionetas, hasta que un día, dicen, se fue tan lejos que aterrizó en cielos capitalistas para no volver. Había también un teniente de milicia que tenía una Santa Bárbara tatuada en uno de sus brazos que no era mala gente, pero el personaje que siempre me dejaría su pintoresco recuerdo sería el jefe de mi pelotón, el sargento Hipólito Ramos Ross, un mulato del Cobre con su típico “cantaito” oriental. Día memorable fue aquel en que después de darnos la voz de atención nos dirigió la palabra diciendo más o menos esto: Nojotro aquís semos los único que tenemo la protetas para mandarlo a utedes. Ya puede imaginar el lector para qué fue aquello y cómo manteniéndonos siempre en atención tratábamos de ocultar risas crispando todos los músculos de nuestros cuerpos para no atraer la ira del sargento que a fin de cuentas no era más que un pobre tipo.

El jefe de la compañía 4 era un capitán gordito y bajito como un tonel al que un buen día después del trabajo los jodedores de su compañía le echarían pica-pica en su cama. Al capitán se le vio correr desesperado hacía las duchas con apenas una toalla encima para calmar la picazón. Nunca supe si hubo represalias. Para suerte nuestra los tiempos de los grandes castigos quedaban atrás.

Luego de un domingo de descanso y adaptación al nuevo campamento nos esperaría otro trabajo. De trabajadores agrícolas pasaríamos a ser obreros de la construcción.

Saturday, May 11, 2019

Una dulce venganza (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

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La vida en aquel campamento continuaba siendo más llevadera, no obstante, vivíamos entre cuatro cercas que nos separaban del exterior recordándonos que seguíamos siendo los rehenes de un sistema que no dejaría de someternos. La vigilancia era prácticamente nula. Rodeados por cañaverales por los cuatro costados más una mezcla de rutina a la que nos habíamos acostumbrado, ¿adónde podríamos ir si saliendo de ese campamento solo pasábamos a otro compartimiento de esa gran jaula que se había vuelto Cuba? A nadie se le ocurría fugarse.

Así transcurrían los días empezando con aquel desayuno en el cual las latas de sardinas reinaban sobre aquellas mesas donde comíamos. Nos daban tantas que luego de las visitas nuestros familiares se llevaban una buena parte. Por lo escrito en las latas con su correspondiente llavecita aquellos pececillos en aceite venían de Marruecos. ¿Sabrían los marroquíes que nos ayudaban a matar el hambre que siempre teníamos?

A trabajar al campo íbamos sin ganas. Volvían los tiempos de la limpia, y oh venganza suprema, la hacíamos al ritmo que nos convenía. El sargento daba su vuelta, si trabajábamos bien y si no, también. Bueno, sí es que podíamos llamar a eso trabajar. La guataca nos servía más de asiento devenido pausa sin fin para fumar un cigarro que para trabajar. A casi nadie le importaba que estuviera amolada o no. Todo lo hacíamos sumidos en una pereza sin fin, era una dulce venganza que tampoco estaba llamada a durar mucho.

Hasta protestones nos habíamos vuelto. Un buen día cuando fuimos a almorzar nos encontramos con un potaje de frijoles negros en el que flotaban tronchos de pescado. Nuestro cocinero no era tal e improvisaba con tal de estar en la cocina. Le dijimos hasta botija verde. Poner pescado, y de lata para colmo, era un insulto supremo para los frijoles negros y para nuestros paladares. En fin, el cocinero no sabía adonde meterse tratando de dar explicaciones y nosotros terminábamos comiéndonos aquella mezcla que a fin de cuenta a nada sabía. Nos estábamos volviendo “delicados” y el sargento que ya no aguantaba más se agenciaba con sus superiores para que acabara con aquel suplicio que le habían impuesto.

Así que en menos de dos meses nos veíamos de nuevo montados en un Zil y llevados a otro campamento de Esmeralda para gran alivio de aquel sargento.

Una frescura bienvenida envolvía aquel nuevo campamento que, si bien recuerdo, ni cercas tenía. Algo seguía cambiando y el cambio no era para mal. Estábamos rodeados de platanales y decir que trabajamos en ellos sería exagerar porque estaban más que limpios. Había que entretenernos en algo. Nuevamente éramos 120 confinados con un nuevo jefe de compañía, otro mulato más otros militares entre sargentos y políticos que se ocupaban más de ellos que de nosotros salvo para hacer los consabidos recuentos y acompañarnos al trabajo.

La comida era aceptable y algo nuevo aparecía como aquello de que teníamos que hacer guardia con fusil. Parecía que querían mostrar que éramos reclutas del SMO. Pero como la desconfianza reinaba, en algún lugar siempre quedaba de que éramos entes peligrosos.

Así una buena noche, el confinado que estaba de guardia oyó un ruido extraño y envalentonado con aquel M-52 se dispuso a perseguir a aquello o a aquel que osaba interrumpir el buen orden del campamento. Tanto ruido hizo que acabó despertándonos y lo oímos dar el “alto, párate ahí”, “alto o disparo” en varias ocasiones. Cansado de no hacerse respetar, lo oímos rastrillar su fusil y en vez de una detonación solo escuchamos un leve click que se repitió en varias ocasiones sin más. Aquello dio lugar a una mescolanza de risas e insultos de todo tipo. Bota esa mierda que eso no dispara, lanzaba uno. Comemierda, te cogieron de comemierda, eso no dispara ni un corcho, añadía otro.

Al día siguiente nos enteramos por algunos entendidos en la materia que el fusil tenía problemas con el percutor lo que lo hacía completamente inutilizable. Para mí era una manera de probarnos, de ver hasta qué punto sabíamos utilizar un fusil y emplearlo quizá para otros fines.

Vivíamos en un campamento de transición y nuestro próximo destino, según comentarios de buena tinta, sería Camagüey. Aunque no sabíamos qué nos esperaba, al menos estaríamos más cerca de la casa. Se acercaba otro traslado y este sería el penúltimo.

Saturday, May 4, 2019

De campamento en campamento (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

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Los alrededores del municipio de Esmeralda serían nuestra próxima destinación. Un buen día, como ya era costumbre, nos avisaron que nos preparáramos porque cambiábamos de campamento, salvo que esta vez los escogidos éramos de Camagüey y sus alrededores. Pasábamos a otra etapa dejando atrás a habaneros, pinareños, santiagueros y holguineros que nos habían acompañado por varios meses en aquel penoso bregar bajo el mando de los tenientes Silva Segura y Cause. Recuerdo que dejamos el campamento después de un almuerzo memorable porque el cocinero, un oriental quien según se decía había sido cocinero en la base naval americana de Caimanera nos había cocinado papas rellenas, todo un festín. Hubo despedidas y abrazos efusivos, para la mayor parte de nosotros, nunca más veríamos a aquellos que habían sido nuestros compañeros y con los que habíamos compartido penas y alegrías.

No creo que el traslado durara mucho tiempo, el tramo entre el central Jaronú y Esmeralda no era largo. Una vez pasado el pueblo, aquel mismo que nos vería llegar un año atrás, los camiones se adentraron en el monte hasta llegar a un campamento rodeado una vez más de plantaciones de caña de azúcar.

Las barracas y demás edificaciones se parecían mucho a las que dejábamos atrás, salvo que al llegar solo vimos un sargento ya entrado en años que nos recibía dando el grito de “a formar” con cierto desgano y un político. No sabíamos si aquello era buena o mala señal, pero al ver la cara de algunos confinados que ya ocupaban el lugar nos dijimos que aquel campamento no podía ser peor que los anteriores. Ninguno otro oficial salió a recibirnos y aquel negrito viejo con sus grados de sargento se las veía solito con nosotros que éramos unos veinte más otra veintena que ocupaba el lugar a nuestra llegada.

Fuimos recibidos en las barracas por otros confinados todos de Camagüey entre los que se encontraba un mulato simpático y educado llamado Lázaro Montano quien nos dio a entender que aquel campamento era un paraíso pero que ahí no duraríamos mucho. Y paraíso fue por algunas semanas.

La primera vez que sonó la diana a la mañana siguiente, acostumbrados como estábamos nosotros en el otro campamento a levantarnos rápido, notamos con gran sorpresa que los otros confinados tomaban todo su tiempo llegando algunos hasta darse media vuelta en la hamaca para tirar un último repelón. Seguidamente entró el sargento dando un “de pie” tan débil que invitaba más que todo a una pereza suprema. Cójanlo suave, recuerdo que nos dijo Montano dirigiéndose a Castillo, el 20, y a mí. Esto aquí es sin lucha, añadió.

Así que con gran calma empezamos a ponernos el uniforme imitando así a los otros. Esto está raro, me decía. En esa parsimonia estábamos cuando hizo nuevamente su aparición el sargento, suplicándonos literalmente que nos apuráramos. Coño hagan un esfuercito que me van a joder. Después de todo, aquel sargento, otro que quizá también había peleado en la Sierra por los grados que llevaba en aquel uniforme tan desteñido que de verde oliva le quedaba poco, daba pena.

Recién empezaba a estirar mis huesos cuando una voz familiar me dijo acere, esto es sin lucha. Era Cordobí el negrito limpiabotas del parque Agramonte. Mozito, esto es Camagüey na má, añadió. Me alegró verlo. El apretón de manos que nos dimos fue tan fuerte como un abrazo. Para mí Cordobí no era ya aquel limpiabotas sin educación sino un buen amigo, otro bueno con quien podía contar. Poco a poco empecé a reconocer algunas caras que ya había visto en el comité militar en la época de las citaciones.

El hecho de encontrarse entre camagüeyanos, nos conociéramos o no, nos daba pie a pensar que algún cambio había en ciernes y cada cual iba con su propia idea del asunto, pero casi todos coincidíamos en pensar que nuestro destino final sería Camagüey.

A formar fuimos tan lentos como babosas rastreando jardines, el pobre sargento nos esperaba y una vez todos, que no pasábamos de 40, dio la voz de atención y luego de “en su lugar descanse” empezó su pase de lista. Acostumbrado a los gritos, al “de pie” violento, aquello nos parecía cosa de otro mundo. No obstante, reinaba cierta desconfianza y más tarde que temprano aquel redil que formábamos entraría de nuevo por el aro.



Saturday, April 27, 2019

Recuerdos de Jaronú (por Víctor Mozo)

Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.

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El campamento de Jaronú me dejaría también el triste recuerdo de aquellas hordas de mosquitos que nos atacaban desde el atardecer sin darnos la menor tregua. Si en el campamento de Méjico nos quejábamos de otros insectos y roedores, los preferíamos a los mosquitos.

Cada tarde al ponerse el sol quemábamos cuanto nos caía a la mano para liberarnos lo más posible de las picadas de aquellos zancudos. Levantarnos de madrugada era un martirio y habíamos cogido la costumbre de enroscarnos los mosquiteros en la cabeza para taparnos la cabeza y la cara como si fuéramos beduinos en medio del desierto. Cortar caña envueltos en el mosquitero no nos ayudaba.

Para colmo de la maldad siempre sospechamos a algunos sargentos y políticos que nos escondían los mosquiteros. Por suerte siempre los encontrábamos en algún rincón de la barraca. A mí me sucedió en una ocasión y gracias al cuartelero que había visto de soslayo el mal intencionado movimiento me dijo el lugar donde el sargento Nodarse me había escondido el mosquitero. Esa gentuza llevaba la maldad y la mala idea impregnada en la cabeza y no soportaba que pudiéramos sacar sonrisas de aquella tragedia que nos había tocado vivir.

No faltó tampoco en aquel campamento de Jaronú el confinado que se mutilara. Un holguinero simpático que fue pareja conmigo en el corte se dio un machetazo en el pie izquierdo. Nunca supe si lo había hecho a propósito o no, pero el machetazo fue tan grande que le cortó los ligamentos. Tuvo que haberse dado con ganas y con un machete bien afilado para que le atravesara la bota que no sirvió para más nada. El resto ya era costumbre salvo que esta vez, de cierta manera, había sido testigo y tuve que hacerle frente al Tte. Cause quien se empecinó en decirme que yo era cómplice de una agresión voluntaria. No paraba de decirme que lo había hecho a propósito y que yo lo sabía de antemano, lo cual no era cierto. Tuvo que venir otro confinado, guajiro cortador de caña, para convencerlo de que aquello había sido accidental dándole un sinnúmero de explicaciones a la vez que simulaba cómo podía haberse producido el accidente. Gracias a este último me salvé de un gran problema porque ya el Tte. Cause me había amenazado de juicio ante un tribunal militar por encubrimiento de un delito. Entre él y el jefe de compañía, el Tte. Silva Segura, ya habían llevado ante el tribunal a más de un confinado. Con aquellos dos como jefes, había que hilar muy fino. Ambos eran unos resentidos.

Si había alguien que le huía al Tte. Cause como a la peste era Denis, aquel holguinero quien con dos más había llamado la atención en el campamento de Méjico cuando se habían fugado. Siempre le tenía el ojo echado posiblemente por aquel antecedente de la fuga, pero Denis, así como otro que lo había acompañado en la fuga se tenían tranquilitos y sin chistar. Del susto que habían pasado cuando los capturaron no querían ni hablar. Solo comentaban que los haitianos del batey los habían chivateado y que habían pasado tremenda hambre escondidos en los cañaverales. Denis y su amigo eran muchachos humildes, sin mucho estudio, pero con gran corazón dispuestos siempre a ayudar a cualquiera.

No olvido tampoco que en ese campamento se encontraba la flor y nata de cierta delincuencia camagüeyana y las órdenes recibidas por el Tte. Cause eran posiblemente las de tener mano dura. Si por un lado los presos de la Cabaña que nos habían acompañado en Méjico habían regresado a sus celdas, otros delincuentes, y no los menos, los habían sustituido y entre ellos el famoso “Perico” ya mencionado, fusilado más tarde por pederasta. Había de todo como en botica, como solían decir los viejos en una época ya pasada.

Pronto este campamento pasaría a ser historia, se avecinaba otro traslado y de nuevo vendrían otras despedidas. Quedarían los malos recuerdos de aquel campamento al pie de ese gran coloso azucarero, quedarían también los buenos como aquellos pases cortos hasta Esmeralda y Florida y la acogida de mucha gente buena que con el tiempo había aprendido a no mirarnos con desconfianza y malos ojos.

Saturday, April 20, 2019

Narciso (por Víctor Mozo)

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Lo habíamos apodado Narciso porque aquel joven confinado que no debía pasar de los 19 o 20 años vivía imbuido de que era lindo. Decía que su mejor arma no era un fusil y mucho menos una guataca o un machete. Narciso siempre llevaba su arma, como le decía él, en uno de los bolsillos de su camisa. Tenía dientes y no mordía. Su “arma” era un peine del que no se desprendía nunca y que siempre iría colocado en el bolsillo izquierdo de su camisa. En el campamento de Jaronú Narciso era el No. 15, sustituyendo a aquel guajiro que se deleitaba frotándose con hojas de guao para no ir a trabajar.

Si Narciso hubiese podido, se habría duchado tres veces al día y cada mañana habría ido al corte como aquel que va una fiesta de quince o a una boda. Cabello engominado, camisa abrochada hasta el cuello, la gorra bien colocada. En ese aspecto ningún militar podía decirle ni pío, era la perfección en cuanto a uniforme se trataba.

A su peine bien guardadito en el bolsillo lo acompañaba un espejito que podía sacar en cualquier momento en medio del corte de caña para mirarse y ver que siempre estaba bien peinado. Ahí era donde jodía a los sargentos, no había uno que no perdiera la paciencia. No creo que lo hiciera para joderlos, Narciso, cuyo verdadero nombre he olvidado, tenía un serio problema con su personalidad.

Nadie quería ser su compañero de corte porque siempre los atrasaba. Narciso paraba de cortar caña cuando mejor le convenía, se quitaba la gorra, sacaba su espejito y comenzaba su ritual de peinarse hasta que sus cabellos estuvieran colocados a su gusto. Ahora sí me veo bien, solía decir cuando terminaba, buscando la aprobación de los que de reojo o de frente lo miraban o le decían sigue comiendo mierda que te vas a podrir aquí. Narciso respondía con una sonrisa, se miraba una última vez en el espejito, se agachaba para coger su machete y continuaba el corte. Cuando empezaron a dar pases de algunas horas según lo que producías en el corte, Narciso prefería perder aquellas horas preciosas para muchos de nosotros, su apariencia personal era lo primero.

Narciso había sido el primero en protestar porque de la decena de duchas con que contábamos solo funcionaban tres. O sea, tres duchas para una centena de hombres que regresaban cansados, sudorosos y apestosos del campo de caña.

Todo tenía su explicación, y meticuloso con su presencia como era Narciso, sería él quien descubriría lo extraño de la situación. Vivía intrigado con el problema de aquellas duchas de las cuales solo salían apenas unas gotas de agua. El asunto aquel de correr para ser el primero en bañarse no le cuadraba como tampoco le cuadraba a muchos. El Tte. Cause se regocijaba al vernos correr y ver cómo nos apurábamos para enjuagarnos y enjabonarnos en fracciones de segundos. El gozaba y a nosotros nos hervía la sangre.

Todo duró hasta que un día, el confinado Narciso, hurgando y hurgando con uno de sus meñiques en uno de aquellos tubos por donde debía salir el precioso líquido, sacó poco a poco un trapo que alguien con sumo cuidado y paciencia había introducido para impedir que el agua pasara.

Narciso, vestido bajo la ducha como Dios lo había traído al mundo, saltaba de alegría y no paraba de gritar, ¡Agua caballeros, hay agua p’a tó el mundo! ¡A mí sí no me joden, busquen en los tubos que los taponearon con trapos!

Ante tanto jolgorio como si fuéramos niños jugando echándonos agua con una manguera en una calurosa tarde de verano, no dejó de venir el Tte. Cause y pararse delante de los que allí se duchaban y gritar un ¡silencio! que no sirvió de mucho porque al dar media vuelta y retirarse las risas y carcajadas volvían mientras que el agua bendecía y lavaba nuestros pellejos.

Ese día, antes de irnos a dormir, Gilberto Castillo, el 20, daba fin a la tertulia nocturna con su consabido, señores, un día más que le rompimos a la UMAP, añadiendo, y hoy los jodimos bien. 365 días y más le habíamos partido desde aquel 24 de junio de 1966.

Saturday, April 13, 2019

Tripita (por Víctor Mozo)

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Aquel coloso de hierro ya mencionado llamado en un tiempo central Jaronú, cuyo nombre fue cambiado por el de Brasil para dizque solidarizarse con los pueblos de América Latina, estaba rodeado en aquel año 1967 por aquellas ametralladoras bautizadas cuatro bocas que no dejaban de impresionar. Allí las veíamos cuando íbamos camino hacia algún corte recordando, como decía el Tte. Cause, que la revolución estaba alerta y preparada para cualquier ataque imperialista. Un vaivén de sandeces nutría nuestro cotidiano. Tan obsesionado estaba con las ametralladoras que un día - debo decir que habíamos estado algo traviesos - porque donde hay jóvenes debe haber travesuras, el Tte. Cause luego de una eternizada formación nos había dicho con aquella voz pausada que tenía, que, si fuera por él, nos ametrallaría a todos. Así de sencillo. Aquel teniente habría osado hacerlo si se lo hubieran permitido.

La travesura que en su mentalidad enferma apelaba al castigo supremo había consistido solamente en que por la noche, ya acostados, pasó uno de los políticos para hacer una inspección de rutina en la barraca y uno de los confinados, un guajirito que venía de no recuerdo qué Cayo, le había gritado con voz infantil “tripita”. Cierto era que aquel político flaco y desgarbado había recibido el nombrete de tripita por su aspecto físico. Como era de esperar a la voz de “tripita”, más de uno no pudo ocultar la risa mientras que algún otro reclamaba silencio para poder dormir y evitar problemas.

A la voz de “tripita” quien se había volteado buscando de dónde venía la osada voz que criticaba su osamenta uniformada no dijo nada, pensando quizá dejar pasar aquello. No fue así cuando lo oyó por segunda vez cuando las sonrisas pasaron a ser risas y las risas a carcajadas apenas veladas.

¿Quién habla ahí? Preguntó inquisidor moviendo su osamenta en un gesto de asombro. Un silencio casi sepulcral fue la respuesta. Continuó pues Tripita su camino cauteloso por el pasillo central de la barraca pensando que el atrevimiento no pasaría de ahí y que también podría irse a dormir. Se equivocaba, un segundo “tripita” más estridente retumbó y esta vez las risas estallaron acallando a aquellos que rezongaban y veían venir, con razón, una noche en vela bajo gritos, reproches, marchas y discursos sin fin.

Tripita, quien además de huesos tenía voz de tiple, solo dijo, ya verán quién es tripita, comemierdas. Y salió directo a la barraca de los oficiales. Muchos de nosotros seguíamos muertos de la risa, disfrutando aquello. En algo teníamos que desahogarnos y Tripita había sido la víctima ideal, pero sabíamos que nada bueno había que esperar de aquella osadía.

En cuestiones de segundos estaban los sargentos a medio vestir gritándonos “de pie” y ordenándonos formar delante de la barraca de los oficiales. El mal humor de sargentos y políticos era más que patente, los habíamos sacado de la cama. No tardó en salir el Tte. Cause que, si bien su camisa verde estaba aun desabrochada, no dejaba de llevar su P38 en la cintura.

El Tte. Cause se puso a caminar en un yendo y viniendo delante de nosotros arrastrando algo su pata coja a la vez que nos decía hasta del mal que nos íbamos a morir, porque para él éramos pura mierda. ¿Quieren jugar a los guapos? Pues vamos a ver quién se cansa primero. Debe haber un cabecilla y quiero saber quién es. El Tte. Cause trataba de descifrar con su mirada quién había osado quebrantar al reglamento. Al cabo de unos minutos y sin obtener respuesta, dio la orden de que nos pusieran a marchar.

Así nos tuvieron durante unas tres horas que parecieron interminables con la satisfacción de decirnos que nosotros no dormíamos, pero ellos tampoco. Para finalizar tuvimos que aguantarle su arenga y esa frase que nunca he olvidado, si fuera por mí, los ametrallaría a todos. Por suerte, estábamos ya lejos de aquellos primeros tiempos de la UMAP en el que se mató a más de uno por un sí o por un no.

Esa madrugada inolvidable nuestros verdugos se volvieron a acostar con un sabor muy amargo mientras que nosotros, más que cansados, no dejábamos de sonreír y mascullar nuestra victoria y nadie había denunciado a nadie.

Saturday, April 6, 2019

Hora de cambios (por Víctor Mozo)

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Desgraciadamente aquellos días rebajado de servicio pasaron volando. Otros cambios se avecinaban y con ellos otro traslado para un campamento que se encontraba en las afueras del central Jaronú y desde donde se podían ver perfectamente las chimeneas de aquel coloso de hierro que en otras épocas era orgullo de Camagüey.

La llegada al nuevo campamento se hizo como era de esperar, sin bombos ni platillos. Nos esperaban como nuevos jefes el teniente Gilberto Cause Ferrer y el teniente Rafael Silva Segura, el primero sería el segundo al mando y se jactaría siempre de su cojera, producto decía él, de un balazo recibido en combate en la Sierra Maestra. Si por un lado los tres sargentos de Méjico se unían al corro de los jefes, por otro lado, los políticos eran otros dos y ambos venían de Oriente, un par de guajiros que más brutos no podían ser, pero con aquel título de políticos se creían muy importantes.

Habíamos llegado de día. Tuvimos la grata alegría de encontrarnos con unas barracas limpias con techo de zinc y piso de cemento. Había un tipo de armazón para poder poner las hamacas y estirarlas. El campamento, cercado, digamos dentro de la normalidad de un campamento militar, parecía haber sido construido desde hacía poco. El comedor era amplio y limpio con aquellas mesas y bancos de cemento hechos como para que nunca se movieran de allí. Las dos barracas contenían 60 hombres cada una, las consabidas letrinas un poco más aceptables y una serie de duchas individuales, pero sin puerta, salvo la de los oficiales, en las que un pedazo de saco de yute hacía de puerta.

Ya instalados se nos entregó un mosquitero a cada uno. Mala señal, pensé. El tiempo me daría razón. Si el campamento de Méjico se compartía con ratas, alacranes y arañas peludas, el flagelo de este serían las hordas de mosquitos que atacaban tan pronto se ponía el sol hasta ya entrada la mañana. ¡No daban tregua! A la hora de la formación vespertina y nocturna el mantenerse en atención era un suplicio y los mosquitos aprovechaban para ensañarse con sus víctimas como si supieran que ningún manotazo podría espantarlos. Por suerte no eran tiempos de dengue.

De este campamento vería partir pronto a todos aquellos rebajados de servicio que me acompañaban desde Méjico, así como a los mayores de 27 años. Así vi partir a mi buen amigo y consejero Luis Peix Riverón, el 33, al gago Miguel Ángel Montejo Lamas, el 26. No dejó de ser un poco triste la despedida, pero eso significaba la libertad para ellos. El grupo era bastante numeroso y fue reemplazado rápidamente por otros confinados venidos de Pinar del Río, La Habana y Santiago de Cuba. De aquellos 12 de Méjico solo quedaríamos Valero, el 18, Castillo, el 20, y Salgueiro, el 34. Los testigos de Jehová como es ya sabido terminarían todos en la cárcel.

Ahí conocí al habanero cuyo maletín había sido robado por aquel preso de La Habana que llevaba el número 15, hecho que ya narré anteriormente. También hice buena amistad con un mulato santiaguero estudiante de física en la universidad de Oriente, fino, culto y estudioso. Cada vez que tenía una oportunidad sumergía su vista en los libros que lo acompañaban, decía él, desde el primer pase. No podía vivir sin estudiar. La última vez que lo vi fue cuando cuatro soldados lo sacaron de la barraca por la fuerza. Mi amigo había osado encarársele al jefe de compañía. Lo habían lanzado en un camión como si fuera un saco de papas y se lo llevaron sin que nadie supiera adónde. Fue triste y no podíamos hacer nada.

Para el teniente Gilberto Cause Ferrer, el segundo al mando, la vida se organizaba dándonos órdenes y arengas por un lado y ocupándose de su cría de gallinas por otro. Para ello explotaba al confinado Alberto Cabrero, el 14, a quien ya describí como alguien con problemas mentales. El Tte. Cause le había dicho al 14 que sus gallinas y gallos era una tropa de que la que tendría que ocuparse haciéndolo responsable de todo lo que pudiera pasarles a las aves de marras. Daba grima ver a Cabrero, aquel guajirito rubio de ojos azules, siempre abotonado hasta el cuello, pararse en atención tres veces al día para rendirle el parte al Tte. Cause

Así, cuando el 14 veía al Tte. Cause acercarse al gallinero para allá corría a rendirle el parte y parado en atención empezaba:
- Compañero teniente, el recluta no. 14 se presenta ante usted para rendirle el parte.
- Póngase cómodo.
- Compañero teniente, están presentes 8 gallinas y un gallo. Tres gallinas pusieron, una está culeca, dos están echadas con más de una docena de huevos y las otras dos están al poner.
- ¿Cuántos huevos tenemos?
- Con los de ayer 4.
- ¡Atención! ¡Media vuelta! ¡De frente, march…!
Alberto Cabrero, el 14, como buen soldado que se creía, daba media vuelta y se retiraba marchando hasta que viniera de nuevo el Teniente Cause quien siempre se retiraba del lugar con una sonrisa burlona. El teniente Cause era un hijo de mala madre. Gozaba con aquel momento en que un inocente, porque eso era Cabrero, un inocente, que creía que lo tomaban en serio. Tengo que admitir que al principio no dejamos de burlarnos también para luego sentir pena por aquel guajirito de ojos azules llamado Alberto Cabrero, el 14.


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Gaspar, El Lugareño Headline Animator

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