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Don Leopoldo Mozo Andrade
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No fue tarea fácil derribar paredes de unas cuantas pulgadas de espesor, aquellas construcciones de los albores del siglo 20 estaban hechas para ver correr las épocas generación tras generación. Atrás quedaría, gracias a ese desafortunado derribo de paredes, gran parte de la historia familiar de la billetería llamada El Cambio, que un día fundara Don Leopoldo Mozo Andrade, mi abuelo. Desafortunado porque mi padre, que había heredado la billetería que tantos premios mayores había vendido en el Camagüey de aquel entonces, quería seguir con aquel negocio que siempre dejó más ganancias que pérdidas pero, considerada la venta de billetes de lotería diversión como si fuera vulgar apuesta, había llegado un tal comandante y mandado a parar, parafraseando así una vieja canción de Carlos Puebla, uno de los grandes aduladores del susodicho comandante.
Rafael Mozo
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El viejo Rafael, mi padre, nada ducho en menesteres gastronómicos, navegaba en ilusiones viendo derribar aquellas añejas paredes para dar paso a una cafetería que llevaría por nombre Cafetería Mozo ya que el nombre de El Cambio, aquel que se encontraba en el anuario telefónico con el número 30-33-1 pasaría a la historia. En lo adelante no habría nada que cambiar y sí que vender. Al menos, eso se esperaba, ¿acaso no se prometía un futuro mejor en aquel año 1959? Contrariamente a los establecimientos aledaños como el Perla de Cuba, el Bar Agramonte y el Parque Bar, papá no vendería bebidas alcohólicas.
No recuerdo cuántos obreros se dieron mano a la obra entre albañiles, plomeros, carpinteros. La idea era una cafetería moderna en un sitio mítico como lo era esa esquina del Parque Agramonte. Mi padre quería lo mejor en aquella esquina de Martí e Independencia. Se venderían refrescos, golosinas, helados, bocaditos en la mayor parte donde habría una gran barra y otra parte, más pequeña, en una esquinita, donde se vendería ese líquido que se hacía indispensable a ciertas horas en pequeñas tazas, a la vez que se iniciaba cualquier tertulia pasajera entre dos o más clientes más el vasito de agua casi obligatorio antes o después y hasta rodajas de limón para aquel cliente que no podía tomar su cafecito sin echarle algunas gotas del verde cítrico. Y no faltaría la pequeña vidriera para cigarros y tabacos con sus correspondientes esponjas para mantener la humedad adecuada. Cigarrillos de todas marcas nacionales y extranjeras y tabacos entre panetelas y cazadores de marcas conocidas y del terruño, compartirían espacio.
Los mostradores serían de formica verde con banquetas giratorias rojas. Para apoyar los pies una vez sentados, un murete de granito. Los grandes equipos eléctricos como el refrigerador de varias puertas y la nevera refrigerada estarían a cargo del proveedor de la compañía Vocero. Paredes empapeladas con varios motivos y los anuncios de los productos en venta, bien a la vista e iluminados de noche, estarían a cargo de Muñoz, el de la calle Independencia con su lema “Muñoz sí sabe pintar”.
Así, un día llegó la inauguración y papá decidió que la tacita de café de ese día especial, sería gratis. Un ahorro para el cliente de unos 3 centavos que era lo que costaba la tacita en aquel entonces. Probablemente fue la primera cafetera italiana de presión a base de palanca de marca Faema, que se usaba en Camagüey. Recuerdo aquel pequeño mostrador con clientes prácticamente codo con codo tomando aquel néctar.
Así fue empezando lo que parecería ser un buen negocio. Por las mañanas, apenas abierto, ya estaban puestos encima del mostrador los vasos, cucharas y cuchillos para el desayuno, ese tradicional café con leche más o menos fuerte a gusto del consumidor que lo pedía. El vidrio de los vasos siendo muy frágil y pudiendo cuartearse al recibir la leche hirviendo, requería el truco de poner la cuchara dentro del vaso antes de servir la leche y el café que sería acompañado por un pedazo de pan de flauta fresco con mantequilla de la panadería El Roxy. Y todo eso, si mi memoria no me falla, por 15 centavos. Era la hora de mayor afluencia.
Ya entrada la mañana los distintos proveedores llegaban con sus respectivas mercancías. Los camiones de las embotelladoras como Pijuan, Coca-Cola y Pepsi Cola, entre otros. Las galleticas y caramelos de La Estrella, aquella fábrica tan conocida en toda Cuba por la calidad de sus golosinas. Los turrones de maní de Roselló, etc. Otros productos como el azúcar venían de los Almacenes de los Hermanos Collado a escasas puertas de la cafetería por la calle Martí. Además de refrescos embotellados, se vendían refrescos naturales traídos por el Señor Melero, quien además vendía sus propios productos en un carretón refrigerado que a duras penas y sudando la gota gorda hacía llegar frente a la cafetería Mozo. Refrescos naturales de naranja, fruta bomba, piña, melón de agua se vendían en una botellitas de vidrio a 7 centavos, Melero los vendía a cinco. Pero como de sana concurrencia se trataba, en la cafetería te tomabas tu refresco natural sentado y con Melero, lo tomabas parado, compartiendo al lado del lechonero que vendía panecillos de lascas de puerco a 20 centavos o a 10 si era de carne ya troceada. Al parque Agramonte nunca le faltaba actividad. Otro producto que no faltaba eran los helados, donde sabores como el mamey, el anón, la piña sin olvidar el mantecado, el chocolate y la fresa con sus correspondientes siropes y los bocaditos helados de chocolate y vainilla que Andrés, el dueño y fabricante de los Helados Delicias traía cada mañana.
El helado, como los bocaditos de jamón y queso, hamburguesas y medianoches, hacían las delicias de los clientes que venían a pasear al parque o a tomar el fresco de alguna que otra noche calurosa. Clientes habituales como Don Pascual, dueño de la ferretería Mimó que vivía en los altos de la cafetería, tenía por hábito después de cenar, bajar, tomarse un café, escoger un buen tabaco y entrar en la conversación, a manera de sobremesa, que ya tenían con mi papá el dueño de la Piragua y el dueño de la sedería Los Muchachos, ambos llamados Alfredo. Todos los comerciantes de la zona se conocían.
Era rara la persona que al querer cortar camino atravesando por la cafetería de Martí a Independencia, no se detuviera a comprar algo, tomarse un café o un simple refresco. El que seguía de largo paraba para mirarse en aquel espejo cóncavo recuerdo del comercio de mi abuelo cuando era billetería y mirarse de repente gordo o flaco. Eran otros tiempos en los que aún se podía soñar y prosperar.
Pero pudo más el egoísmo de todo un hombre que lo quería todo para sí y un buen día los sueños de Rafael Mozo Castellanos, hijo de aquel que había hecho fortuna con los billetes de lotería e invirtiendo bien su dinero, se desvanecieron sin remedio. Había llegado una mal llamada revolución que solo traería ruinas y el suicidio y depresión de muchos comerciantes. Ahora, los usurpadores, esos que son dueños de todo, convirtieron la cafetería en bar después de haber desmantelado y destruido lo que con tanto sudor se construyó y sin haber pagado un centavo de indemnización. Para más tristeza, lo llaman Bar El Cambio, como el nombre del comercio de mi abuelo, un sitio donde mi familia nunca quiso vender bebidas alcohólicas.
Leopoldo Mozo y Angelina Adán Ricart,
hermano y madre de Víctor Mozo
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Angelina Adán Ricart y Arsenio,
empleado de la Cafetería Mozo.
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Víctor Mozo y su hermano
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Las fotos familiares son propiedad de Víctor Mozo, quien las envió para ilustrar su texto en el blog Gaspar, El Lugareño.
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Ver Víctor Mozo en el blog