Pocos días atrás me llegó la mala o, peor aún, pésima noticia por Café Fuerte: «Falleció María Elena Molinet, la gran dama del diseño escénico en Cuba».
Sí, tal el rayo, no pocas veces infausto, de la existencia —que no cesa en su cotidiana entrega de amor/dolor, como uno de los vallejianos golpes de la vida— me llegó, con múltiples oleadas de nostalgia, la incambiable, mítica memoria, el tierno recuerdo de los trabajos y los laboriosos días de la invariable profesora, la dulce y encantadora amiga, cuya impronta ya nunca podré(mos) olvidar por su magnetismo que la identificaba.
Sin duda, tales fueron su infinita pasión, su imbatible alegría, su inenarrable entusiasmo a lo largo de sus delicados, pero firmes pasos que siempre creí eternos, inacabables.
Tales virtudes la identificaron a lo largo de sus extensos e intensos 94 años, durante los que nunca decayó, gracias a su feraz empeño y su dedicado quehacer. De ahí que se definiera a menudo como «una mujer peleadora» que amaba laborar, por sobre todas las cosas. También se autotituló «cubana, criolla rellolla», dueña en plenitudes de esa cubanía a flor de piel que le mereció los más hondos abrazos y hermosos poemas.
Porque siempre la veíamos como inmortal, tan nuestra, de sus alumnos/amigos, en sus 94 años; porque nunca creíamos que podía dejarnos solos, carentes de su infinito candor, de su permanente presencia en el reino de este mundo, adornado por la magia de su ser y estar.
En 1968, cuando se estrenó uno de los mejores filmes cubanos de todos los tiempos, Lucía —que, con Memorias del subdesarrollo y Suite Habana, de Humberto Solás, Tomás Gutiérrez Alea y Fernando Pérez, respectivamente, conforman (regla de oro) la incambiable tríada de la cinematografía cubana—, sus entonces alumnos la redescubrimos en la nítida, certera imagen (tan próxima a su personalidad) de la alocada y deliciosa madre de la bella actriz y también amigamable Eslinda Núñez, en la pantalla imborrable de la entonces Cinemateca de 23 y 12, en aquel Vedado que ya tampoco es ni nunca más será ese imborrable espacio de la saudade, conformador de nuestros respectivos destinos de entonces estudiantes de teatro y, desde cinco o más décadas atrás, creadores: actores, dramaturgos, poetas, críticos teatrales y literarios…
Para mí, como para otros cercanos alumnos, bastaba llamarla «María Elena» —innecesario resultaba el apellido Molinet, cuyos ancestros decimonónicos y mambises tanto apreciara ella—, pues el encanto juvenil de la profe nos la entregaba como otra amiga que, siempre familiar, distaba, diferenciándose, de los profesores de actuación, provenientes de otros ámbitos.
Y es que María Elena era no solo la rigurosa profesora y la inveterada diseñadora de importantes filmes, sino también la encantadora amiga que todos sus alumnos amábamos por su inequívoca juvenilia.
Nacida en un año tan lejano como increíble por su vehemente pathos (1919), ella trabajó intensamente por lo que más amaba: la imagen del vestuario nacional, como si dijéramos —parafraseando el título de Cintio Vitier— «lo cubano en el vestir».
Por ello, nos deja su enorme huella fundacional tanto en el cine, el teatro, el ballet, la danza contemporánea, folclórica y el baile popular, como, sobre todo, en la enseñanza artística, de cuyos orígenes, ya en los hoy lejanos ’60, sería una de las principales fundadoras.
Graduada de la Academia Interamericana de Dibujo Comercial de La Habana en 1949, cursaría estudios de Pintura y Grabado en la Academia de Artes Plásticas San Alejandro hasta 1952. A partir de entonces, se iniciaría su inmenso ciclo creador que marcaría, con su peculiar dupla (maestrazgo y estilo), las diferentes expresiones artísticas mencionadas atrás, como su incambiable magisterio.
Bien lo dice Café Fuerte:
Su obra constituye un aporte esencial a la historia y la investigación sobre la vestimenta y los modos del vestir cubano desde los orígenes de la nación. En el ámbito teatral, Molinet creó el vestuario en más de 150 obras de directores como Andrés Castro, Vicente Revuelta, Roberto Blanco, Rolando Ferrer y Abelardo Estorino. En el cine trabajó desde 1967 en una veintena de películas, entre las que figuran Lucía (1968) y El Siglo de las Luces (1991), de Humberto Solás; Tulipa (1967) y La primera carga al machete (1968), de Manuel Octavio Gómez; y Baraguá (1986), de José Massip.
Una sola actuación en el segundo cuento del filme Lucía —donde, como dije arriba, se autorrepresentó—, bastaría para dejar su imborrable imagen en el cine cubano, en cuyo desarrollo ella tanto colaborara, al punto de que, sin su fundamental aporte, no sería el que fue hasta unos años atrás.
Válido, asimismo, recordar su infatigable magisterio desde 1961, cuando retorna a Cuba, tras un breve exilio venezolano, y labora en la Escuela Nacional de Arte (donde la disfrutamos sus eternos alumnos), el Instituto Superior de Arte, la Universidad de La Habana, el Instituto Superior de Diseño de La Habana, como, ¿ya retirada?, en su hogar del Vedado, donde formaba gratuitamente a sus alumnas seguidoras, y al que asistí a menudo a visitarla y entrevistarla en un par de ocasiones.
También recuerdo que, como en otras oportunidades, apenas publicó su valioso y último volumen La piel prohibida, me llamó: «Ven, querido Waldo, a buscar tu ejemplar que te tengo separado». Otros libros publicó, que también configuran el más importante estudio e historia de la imagen del cubano: Teoría de la Imagen del hombre en Cuba, Historia de la Imagen del Hombre Universal y Vestimenta tradicional de la santería cubana.
Lamenté, y así se lo dije en una llamada de 1995, no poder asistir a la Galería «Domingo Ravenet», donde se expuso su retrospectiva personal Con los dedos del amor.
Asimismo, Café Fuerte, en su muy digno homenaje, la define con justicia como «la artista laboriosa e incansable, y una colaboradora entusiasta de los proyectos de los jóvenes creadores. En sus últimos años dirigió el Centro de Investigación, Información y Diseño, sobre la Imagen del Hombre. Entre sus distinciones figuran el Premio Nacional de Enseñanza Artística (2006), el Premio Nacional de Teatro (2007) y el Premio Nacional de Diseño (2008)».
Con la despedida (solo temporal, que no muerte) de María Elena —así, sencillamente, sin el emblemático apellido Molinet— se va una imborrable parte de nuestros años de decisiva formación como creadores durante una intensa etapa en la que éramos tan jóvenes e indocumentados, pero ávidos de la poeisis, la creación de los que serían nuestros mejores aportes teatrales y literarios. Por ello, por tanto, por todo, María Elena está, siempre, sin duda, entre los genuinos íconos de la auténtica cultura cubana.
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Waldo González López. Poeta, ensayista, critico teatral y literario,
periodista cultural. Publica en varias páginas: Sobre teatro, en teatroenmiami.com, Sobre literatura, en Palabra Abierta y sobre temas culturales, en FotArTeatro, que lleva con la destacada fotógrafa puertorriqueña Zoraida V. Fonseca y, en el blog Gaspar, El Lugareño.