Nota del blog: Agradezco al escritor y amigo Manny López (
projectzudotcom.wordpress.com), que comparta este texto incluido en su más reciente libro
Temporada para Suicidios (Eriginal Books, 2015) con los lectores del blog Gaspar, El Lugareño.
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“María Julia mi amiga del alma se ha marchado al cielo. ¡Ay, María Julia querida! Tan buena que era, tan buena amiga mi María Julia.” Así gritaba Eulalia en plena funeraria. Su amiga, que en realidad no era tan amiga de ella, había fallecido esa madrugada en su cama antigua de hierro. La encontró su reciente marido, digo reciente porque hacía solo unos meses que se habían casado en una ceremonia en la iglesia del Rincón de San Lázaro. Ella vestía un traje sastre morado con una inmensa orquídea en el lado izquierdo. El novio, quien además era bastante más joven que María Julia, llevaba una chaqueta blanca con pantalones color crema y una camisa lila. Parecían estar felices aun con la diferencia de edad, o por lo menos eso mostraban delante de la gente. El suicidio repentino de la novia fue tremenda sorpresa para todos, el único que aparentaba una gran calma en su mirada era el novio.
A la mañana siguiente del velorio enterraron a María Julia. El día era esplendoroso, casi parecido al mismo día de su boda. El novio, que ya no era novio, si-no el marido de la difunta, leyó unos versos de Neruda para despedirse de su amada. Todo el mundo tenía lágrimas en los ojos, pero nunca como las de Eulalia, quien casi se cae dentro de la fosa y la entierran junto a su amiga, aunque en realidad no eran tan amigas.
Después del entierro el marido de María Julia tomó a Eulalia del brazo y juntos abandonaron el cementerio. Algunos parientes y amigos cercanos fueron invitados a casa de Eulalia donde les esperaba un brindis con torticas de Morón y té de rosas victorianas comprado en la tienda rusa de la calle 79. Como música de fondo Eulalia había puesto una contradanza de Ignacio Cervantes en el tocadiscos que recién le había comprado a un poeta con apuros económicos. El ambiente era elegante, pero se sentía raro. Las servilletas eran de lino blanco, al igual que el mantel en la mesa del comedor. Los parientes y amigos hablaban casi en susurro entre ellos mientras Eulalia, reconfortada por el viudo, permanecía desmadejada en un butacón forrado de chintz color palo rosa.
Como ya dije antes, había una atmósfera rara. Nadie conversaba con Eulalia ni con el viudo. Se oyó el timbre de la puerta pero ellos permanecieron en el mismo sitio. Una prima de María Julia, una rubiecita con un vestido demasiado apretado para un entierro, se levantó y fue a abrir la puerta. Las voces en la entrada interrumpieron el idilio de Eulalia y el viudo. Él se levantó del brazo del butacón y enfiló la vista hacia la puerta. La rubiecita trataba de impedir la entrada a un par de personas que hablaban en un elevado tono de voz. Finalmente una señora alta, de pelo negro con moño a lo Evita Perón, empujó a la rubiecita y entró. La siguió un hombre amanerado, con el pelo pintado de rojo y ojos chinescos retocados por algún bisturí.
La señora alta se paró en el mismo centro del salón y como si tuviera un micrófono en la mano, anunció que traía un mensaje de la fallecida. Todos permanecieron muy callados y atentos a las palabras de esa señora. Después de un rato que pareció demasiado largo, la señora que había estado como en un trance, abrió los ojos como si fueran a saltarle encima a cualquiera de los presentes y empezó a hablar: “Qué bien que están casi todos aquí reunidos. Qué buena actuación la de la Eulalia, hasta yo misma acostadita en la caja de pino esa que me compraron casi me lo creo. Pero la mejor actuación ha sido la del viudo. Tan ecuánime, tan medido para todo y tan discretico hasta para vestirse. Para lo único que no es discreto es para buscar macho. Sí, lo que oyen. El viudo es maricón, pero no un maricón cualquiera, no, eso no. Le gusta vestirse de mujer mientras el hermano de la zorra de Eulalia se la mete, sin condón, al duro y sin guante. ¿Lo han visto esta mañana o anoche cerca de aquí?, díganme, ¿han visto al hermano de esta en mis funerales? ¿Verdad que no? Pues hace tres días atrás sorprendí a mi marido mariquita en mi cama, vestido con mi negligé rojo que él mismo me había regalado, como casi toda mi ropa. Mi marido me compraba mi ropa, miren eso, qué maridito tan bueno. Le hice creer que no estaría en casa, porque hace días que lo notaba raro, como que andaba en algo; fui a consultarme con esta señora y ella me dijo que me engañaba pero nunca sospeché que fuera con otro hombre. Regresé en media hora, justo en el mismo momento en que el hermano de Eulalia le pegaba y se la metía sin compasión. Me paré en la puerta del cuarto y tomé fotos durante casi cinco minutos sin que ellos se dieran cuenta. Hasta que la ira se fue apoderando de mí. Cuando no pude mirar más, me quité mis tacones rojos de charol que mi marido me había comprado y le fui para arriba como una loca dándole taconazos al mulato que estaba metiéndosela a mi marido. Le di un taconazo en un ojo que casi lo dejo ciego. Mi marido, tan bueno y tan amable no sabía cómo aplacarme. Yo no paraba de pegarle hasta que tropecé con el armario. Caí de espaldas y me di justo en la cabeza con la cerradura de hierro y me fui de cabeza al piso. Ese ha sido mi final.
Ellos dos arreglaron todo para decir que me había suicidado, pero esta es la verdad. Por eso el hermanito de mi querida amiga no se presentó a mis funerales; por eso ella lloraba como si se le hubiera muerto una hermana. Tramposa y descarada que es. Ahora bien, ya lo he contado todo, así que ustedes sabrán qué hacer con la verdad, porque yo no voy a descansar hasta que estos paguen su traición.”
La médium se desplomó en el mismo centro de la sala. El señor que la acompañaba enseguida comenzó a ayudarla y el sudor le chorreaba por su cara como un río. Todos los demás miraban a Eulalia y al viudo en silencio. Ellos dos no se movían. La señora se fue reponiendo hasta lograr ponerse de pie y pedirle a su acompañante que la sacara rápidamente de allí. La tomó nuevamente del brazo y lentamente se fueron caminando hacia la puerta. Se le oía decir a la señora mientras se alejaba: “esto aquí está mal, aquí hay mucha mentira encerrada, la muerta va a volver y se va a llevar a dos o tres de los que están aquí.”
Las demás personas reunidas fueron haciendo un círculo alrededor de Eulalia y el viudo, pero de pronto se abrió la puerta de par en par y entró el mulato hermano de Eulalia, que no esperaba que hubiera nadie y desde la puerta comenzó a vociferar: “mi vida, cuando me mudo para tu casa, papito, dime, que estoy loco por dormir en tu cama…” Todos se volvieron a mirarlo y fueron testigos no solo de sus palabras, sino también del ojo vendado que mostraba descaradamente.
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Manuel Adrián López nació en Morón, Cuba (1969). Poeta y narrador bilingue. Su obra ha sido publicada en varias revistas literarias de España, Estados Unidos y Latinoamérica. Tiene publicado los libros:
Yo, el arquero aquel (Poesía. Editorial Velámenes, 2011),
Room at the Top (Cuentos en inglés. Eriginal Books, 2013),
Los poetas nunca pecan demasiado (Poesía. Editorial Betania, 2013. Medalla de Oro en los Florida Book Awards 2013),
El barro se subleva (Cuentos. Ediciones Baquiana, 2014) y
Temporada para suicidios (Cuentos. Eriginal Books, 2015)
Su poesía aparece en las antologías: La luna en verso (Ediciones El Torno Gráfico, 2013) y Todo Parecía (Ediciones La Mirada, 2015).
Entre otros eventos literarios, ha participado del Miami Book Fair International, XXXV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en Ciudad de México, IV Festival Atlántico de Poesía de Canarias al Mundo en Gran Canaria, España y V Festival de Poesía de Lima en Perú.
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