Nota del blog: Sección semanal a cargo de Víctor Mozo. Cada sábado comparte un texto, de lo que será un libro sobre sus vivencias durante los primeros años de la llamada "revolución cubana" y su cautiverio en los campos de trabajo forzado, conocidos como UMAP.
Los textos anteriores se pueden leer en este enlace.
Un domingo del año 1966.
Campamento Méjico,
en la zona de Sola, Camagüey
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Día memorable fue aquel sábado previo a la primera visita. Cierta tranquilidad se adueñaba del campamento, los sargentos se hacían discretos y las únicas órdenes que daban eran las necesarias para la formación, pase de lista y marchar hacia el comedor. Por unas horas olvidábamos penas y vicisitudes y nos preparábamos lo mejor que podíamos para ese día tan esperado.
Nunca los duchazos habían tomado tanto tiempo para tratar de quitarse aquella tierra roja que se pegaba a la piel y a cuanto objeto se le atravesara porque para ser honesto, ni raspándose el pellejo se quitaba. Nosotros, de lo acostumbrados que estábamos, ya no veíamos los visos rojos que aparecían en nuestras gorras y camisas grises. Para mí, aquella tierra roja era tan difícil de quitar como la opresión que vivíamos.
El campamento vivía una efervescencia palpable. Tincito, un joven de Minas, hablaba entusiasmado de que al fin conocería a su hijo nacido hacía un mes, algunos hablaban de la posibilidad de que alguien pasara una cerveza o una botella de ron y darse su traguito a escondidas. Por mi parte, sabía que solo vendrían mis padres y eso me bastaba. Venir al campamento de Méjico no sería fácil no solo por lo precario del transporte sino también por la situación de un lugar poco frecuentado que, si no hubiera sido por las UMAP, nunca habría conocido.
Así transcurrieron las horas hasta llegada la noche con el rutinario pase de lista. Por suerte, no faltaba nadie y el sargento Rodríguez no nos pidió el “patria o muerte”. Había que contentarnos, los sargentos y cabos deseaban ser presentados como las personas más buenas del mundo y al menos por esa vez, nos trataban un poquito mejor.
Como el niño que espera el regalo de cumpleaños o en otra época no tan remota en aquel entonces, los regalos traídos por los Reyes Magos, nos fuimos a dormir sin las previas tertulias a sotto voce de cada noche creyendo así acelerar el tiempo.
En fin, lo que fue dormir, al menos en nuestra barraca, no se durmió, y mucho antes de que sonara la diana ya estábamos en pie. No se necesitaron las estridentes voces de los sargentos y cabos para despertarnos, así era de grande nuestra impaciencia por saber de los nuestros. Nos sentíamos como el preso que ansía cierta libertad.
La visita había sido prevista a partir de las 8 de la mañana, pero a las 7 ya se veían vehículos estacionados y a muchos familiares, sobre todo los que vivían más cerca de la zona. Dentro del campamento la rutina seguía su curso. El nerviosismo de todos era latente y ya algunos hacían señas a sus familiares a través de las cercas.
Alrededor de las 7 y 30 fuimos llamados a formación. De alguna que otra manera había que darle un corte militar al asunto para que los presentes vieran que éramos tratados como soldados. Ni un grito más o menos, solo voces de mando. Los diablos se volvían ángeles, Dios y la Virgen podían destaparse los oídos.
El Teniente Puro Ester Medina, el jefe de la compañía que siempre andaba en camiseta y con su P-38 en la cintura, se vistió de limpio con su camisa verde oliva y sus grados de teniente de milicia. Todos se presentaban mansos como palomas. Todo un contraste con aquel recibimiento hecho el 24 de junio. Algo debía cocinarse en el alto mando para que hubiera semejante cambio.
Difícil era mantenerse en atención viendo a nuestros familiares a escasos metros, así vi a mis padres, en ese momento solo nos separaba una cerca. Nunca un “rompan filas” había sido tan bienvenido y así salimos prácticamente corriendo para encontrarnos con aquellos seres que tanto se habían angustiado después de nuestra partida. ¡Al fin podíamos vernos!
Nos organizamos como pudimos ora sentados en el suelo, ora en aquellos bancos construidos a última hora. El ambiente era festivo por así decir, los cabos y sargentos, aunque a escasos metros se hacían discretos. Algunos de ellos, un poco más tarde, llegada la hora del almuerzo llegarían a compartir con nosotros. No faltó el confinado y su familia que de buena fe los invitara. La idea no era decir que éramos una gran familia, sino hacer ver que los malos no éramos nosotros. Sabíamos compartir y también perdonar.
Así transcurrió aquel día maravilloso entre comidas compartidas, abrazos y sollozos. Aquel día dio lugar a establecer contacto con familias que pocas horas antes ni se conocían para quizás preparar juntos una próxima visita. Hasta el Padre Villafuerte había venido a visitarme con dos catequistas de la Catedral. Su VW blanco había cambiado de color vadeando charcos y baches hasta llegar al campamento. Tarcisio era un cura atrevido, si miedo alguno, no solo trajo alimento espiritual sino también consejos que prodigó a todo aquel que se le acercó en ese momento fuera católico o no. Siempre recordaré ese momento en que distribuía además de sonrisas, apretones de mano y cigarros. Nunca tendré suficientes palabras para agradecerle ese gesto. Allí había un cura ante la mirada atónita de nuestros verdugos.
Poco tiempo después la visita tocaría a su fin. Desgraciadamente la nota no fue perfecta. A los Testigos de Jehová no se les permitió salir a pesar de que sus familiares estaban presentes. Recuerdo como si fuera ayer aquella imagen de Lázaro comunicándose a duras penas con su esposa y sus hijos que eran muy pequeños a través de la cerca. La cara de Lázaro que de por sí era enigmática reflejaba una tristeza enorme. Los verdugos podían dormir satisfechos.