El otro trabajador inteligente é infatigable era José Martí el Mariano Moreno de los cubanos, sacrificado pocos años después en aras de su ideal. El haber llevado por meses una vida de contacto casi diario con él, trabajando juntos, el haber penetrado íntimamente en todas las delicadezas de aquella naturaleza selecta y de aquella alma fuerte me mueven á escribir estas líneas como tributo á su memoria.
Era Martí de pequeña estatura y enjuto de carnes, su rostro ovalado con ese tinte casi cetrino característico de los que nacen en países tropicales, su frente bombeada y ancha respondía á un notable desarrollo del cráneo simétrico sin ser grande, cabello castaño, fino y un tanto ensortijado, bigote caído no muy abundante y mosca debajo de la boca de labios delgados guarnecida de dientes fuertes y separados. Lo más notable de su fisonomía eran los ojos, pardos, límpidos, grandes, notablemente apartados entre sí que alejaban toda idea de falsedad ó hipocrecía, con reflejos simultáneos de bondad y fortaleza.
Tengo como estereotipada su figura cuando lo encontraba en el Elevado ó en Broadway envuelto en un paletó de tejido de astrakán raído, con paso corto, rápido y nervioso, llevando siempre debajo del brazo un lío de diarios y manuscritos, mirando al suelo como preocupado y abstraído ¿En qué pensaba? En Cuba y en su independencia, animado por un patriotismo ascético.
Con entusiasmos de apóstol, sin desfallecimientos, en todas las horas y en todos los momentos acarició ese ideal durante diez largos años de ruda labor y constante anhelo. Jamás en medio de las dificultades y desencantos que encontraba en la paciente y ardua organización de su obra, se le oía una expresión de odio ó siquiera de mala voluntad contra nadie, ni contra España. Nunca proferían sus labios, ni en momentos de impaciencia, esas palabras enérgicas y poco cultas usadas en conversaciones de hombres. Era un convencido y un intelectual que después de madura reflexión, seguía su ruta sin cejar.
Encantaba oirlo exponer el papel que representaría en el futuro su Cuba libre, como llave del itsmo perforado y centinela avanzado para resistir el empuje absorbente de las razas del norte. Admiraba á los Estados Unidos, pero no los quería y solía narrar con cierto orgullo haber acompañado hasta la escalera de su modesta vivienda al emisario de Blaine que había entrado en ella á proponerle ventajas pecuniarias, en cambio de cuatro mil votos cubanos de que él podía disponer en Florida y que acaso decidieran en aquel Estado la elección presidencial.
Para juzgar la contextura moral del hombre baste citar estas palabras proferidas en la intimidad y sin petulancia: "Si yo concibiera que puedo perfeccionarme lo haría porque tengo voluntad"; Y la tenía sin duda alguna. Inteligencia eximia, corazón bien puesto, gustos delicados, aficiones artísticas, apreciador de todos los refinamientos del espíritu y del cuerpo, fué la voluntad férrea la que lo determinó á seguir un camino contrario á sus gustos y aficiones.
El joven que concurría al Bar de Hoffman House cuando era moda neoyorkina ir todas las tardes para depositar flores al pié de los cuadros de Bouguereau, se convirtió en maestro de escuela, daba dos clases por semana á negros cubanos que habitaban en Brooklyn. Redactaba en horas y agitado el periódico revolucionario Patria, vivía en los trenes avivando el fuego patriótico en Baltimore, en Filadelfia, en Tampa, en Key West, y donde quiera que latía un corazón cubano y al mismo tiempo mantenía una correspondencia constante y abrumadora para otra actividad menos fecunda que la suya.
Aparte de esta ímproba tarea, se daba tiempo para la producción literaria. Debe haber dejado alrededor de sesenta volúmenes inéditos que algún día alguien se ocupará de seleccionar y publicar. Martí escribía admirablemente, pintaba ó traducía con la pluma todos los colores y todas las emociones; su estilo nervioso y movible que á las veces parecía amanerado era espontáneo y fluía abundante y preñado de ideas. Como escribía, hablaba: era un mago que subyugaba al auditorio.
Recuerdo que un día, aniversario del nacimiento de Bolívar, me invitó á una velada en que él debía tomar la palabra en honor del libertador. Por la noche hallábase congregado en un salón de la Quinta Avenida un grupo numeroso de caballeros y familias oriundos de las repúblicas que bañan el Golfo de México y el mar Caribe. Todos los oradores con ese lenguaje ampuloso y vacío que es lujo de los trópicos, henchido de adjetivos, metáforas y exageraciones, describían á Bolívar como un dios y, en mi concepto, despojábanle de su mérito. Para un hombre de carne y hueso la empresa del vencedor de Boyacá y Carabobo era grande y meritoria, para un dios si igualmente grande era sin esfuerzo. Todo estribaba en variaciones sobre el conocido incidente de Bolívar con el príncipe que después fué Fernando VII á quien le volteó la gorra de un pelotazo, sobre el juramento del Aventino y el delirio del Chimborazo.
Llególe el turno á José Martí y subiendo á la tribuna hizo, con la palabra suelta, fácil, brillante que le era habitual, un estudio analítico de la revolución de la independencia sudamericana en que no se sabría qué admirar más, si la precisión, profundidad y lógica de sus ideas ó la música de su oratoria. Revelando conocimiento acabado de los elementos étnicos y sociales que habían contribuido á la formación de nuestras naciones, puso en claro la acción eminentemente personal y absoluta de Bolívar, proyectándola sobre la de nuestro taciturno Libertador y evocó las hazañas de la bravia democracia del sud ante la que Bolívar detuvo su caballo de guerra. La brillante peroración producía en la médula una sensación análoga á la que despierta la vista del acróbata lanzado al aire en un ejercicio peligroso y cuando todos los circunstantes orΩ tenebant ante el encanto de su palabra, Martí se detuvo, tomó aliento, irguióse aún más y con la mirada perdida y voz que era casi un grito que expresaba el dolor y la esperanza, concluyó así: «Señores, el que tenga patria que la honre y el que no que la conquiste.»
La conquista de esa patria fué el sueño de su vida; en las cárceles de Cuba donde vivió con presidiarios y bandidos, en sus confinamientos sucesivos de Madrid y Zaragoza, ó en la pobreza cuando el general Martínez Campos, á quien pintaba como grandemente simpático, hacíale proposiciones honorables y halagadoras para apartarlo de su causa.
Aquel poeta, aquella alma noble ha muerto por su patria. La víspera de zarpar de Nueva York fui á su modesta casa con objeto de despedirme. No lo encontré, pues andaba en una de sus continuas excursiones por Filadelfia, de donde, según me informaron, debía regresar al día siguiente. Déjele una carta en la cual le decía que si la recibía á tiempo fuera á verme al vapor que zarpaba de Hoboken, pues deseaba dar un fuerte abrazo de despedida al único hombre cuya suerte envidiaba por haberse consagrado á la consecución del más grande de los ideales humanos, hacer una patria; pero, que si no lo veía más, le agregaba, quizá contagiado por su entusiasmo triste, deseábale que muriera cuando Cuba fuera libre ó él creyera que estaba libertada.
Texto tomado de Carlos A. Aldao, A Través del Mundo (Buenos Aires, Argentina 1907)
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(Se ha respetado el texto como fue escrito)