Señora Presidenta, señoras y señores:
La mujer cubana, a la que poetas de todos los tiempos han dedicado sus mejores estrofas para ensalzar sus grandes virtudes, puede sentirse orgullosa de la página que su heroismo dejó escrita para la Historia de Cuba, perdurable recuerdo de su brillante actuación en nuestras luchas por la independencia.
Realmente, si se tiene en cuenta como se deslizaba la vida de la mujer cubana durante la época del coloniaje, no se puede menos que reconocer que su actitud al llegar a sus oídos desde los campos revolucionarios los sonidos vibrantes del clarin que llamaba a los cubanos a la lucha, fué una verdadera revelación, algo inesperado, que sólo podia tener como cuna un amor entrañable e inconmensurable a la Patria.
En efecto, nadie creyó, ni esperó, que su obra llegara a alcanzar los límites de algo colosal, que esa mujer mimada, ese bibelot encantador, de un exotismo extraordinariamente interesante para los países europeos, a quien los escritores de allende los mares se empeñaron en retratar como una eterna guarina, a quien la hamaca servía de perenne refugio, a manera de la concha a una perla de gran valor; cuyo sueño arrullaba el susurrar armonioso de los penachos de las palmas y el inimitable canto del ruiseñor, aquella mujer cuyos pies calzaban esclavas listas a atender al mas ligero de sus caprichos, fuera la misma que heroica, arrogante, deafiando a la tiranía, se irguiera un día junto al corcel de guerra de su compañero y extendiendo su brazo hacia el Oriente mostrara a esos mismos esclavos el panorama hermosísimo de un nuevo sol cuyos rayos, pasando al través de las nubes, que ya levantaban en el horizonte las descargas de los rifles mambises, dibujaban en la campiña querida como un arabesco mágico, la palabra ‘‘Libertad”’.
Y es que el patriotismo de la mujer cubana es ingénito: su criterio claro y precoz, no necesitó de arengas ni estudios especiales de la historia de otros países que sacudieron con anterioridad la cadena del vasallaje, para comprender de un solo golpe de vista la grandeza del momento llegado, en que un pueblo oprimido, cansado de las humillaciones que trae consigo la esclavitud y del inútil esperar a que sus demandas justas fueran atendidas, se levantaba amenazador, resuelto a conquistar por la fuerza de las armas esos derechos demandados, aunque ello envolviera toda clase de sacrificios, desde la desvastación del hogar hasta la pérdida de la vida.
Una vez impuesta de todo ello, esa mujer no miró atrás, sino que, de manera decidida, rompió con su pasado de molicie, olvidó el caserón criollamente confortable, las tardes en que, acariciada por los rayos suaves de un sol poniente contemplaba, al amparo de la enramada del patio legendario, el rutilar incipiente de las primeras estrellas que aparecían allá en el Oriente ya oscurecido, haciéndole soñar con perspectivas hermosas de paz y bienestar. Una vez decidida, o bien holló con paso seguro, en pos del padre o del esposo querido, la senda estrecha y tortuosa de la conquista de la Libertad o, con la resignación de la espartana, despidió al hijo que marchaba rumbo a la revolución, sujetando suspensas en sus pestañas las lágrimas delatoras del dolor, al mismo tiempo que sus labios trataban de pronunciar las palabras a cuyo conjuro debía sostenerse encendida para siempre en aquel pecho la llama sacrosanta del sacrificio en aras de la Patria.
Luego comenzaron las pruebas: amenazas, persecuciones, el ultraje en gran número de ocasiones y, como si no fuera bastante todo ello, la confiscación de los bienes, precursora de las escaseces sin nombre, que reducían cada vez más los límites de la, vivienda, hacían más insignificante el modesto ajuar y sustituían con el color amarillento de las flores de los cementerios, en las ya enflaquecidas mejillas, a las rosas exhuberantes que en tiempo no muy lejano animaban rostros alegres y lozanos.
Después llegaba el día en que aquellos seres queridos ausentes, enterados de esas vicisitudes sin cuento, sufridas en silencio y con valor, la animaban a seguirlos.... ‘‘ Aquí le decían, no recuperarás el bien perdido, pero tendrás libertad, y, si pereces, no serás ahogada en el ambiente pobre, asfixiante, que rodea al esclavo obligado a callar...’’ Y entonces, en un arranque de valor no medible, preparaba su singular equipaje, en el que reaparecía, no como refugio de las horas de indolencia, sino como lecho caritativo, la hamaca simbólica de sus buenos días allá en la finca inolvidable, de hermosos palmares y cuidados bateyes, cubiertos hoy de abrojos, de zarzales... Y la crisálida convertida en mariposa de luto, pero mariposa al fin, corría de aquí para allá, internándose en las espesuras de los campos cubanos, apagando la sed de las jornadas, unas veces con el agua cristalina de los arroyuelos que serpenteaban alegres por las lomas, ignorantes del ambiente de guerra y destrucción, y otras en pequeños pozos, abiertos en lugares intrincados, donde sumergía el pequeño ‘‘morro’’ de corteza de coco bruñida, toscamente grabada por el padre, el esposo, el hermano, con quienes ella compartía sus alegrías y dolores.
En las regiones montañosas, donde únicamente se hacía fácil su acceso a los campos revolucionarios, en muchas ocasiones se le vio marchar a la retaguardia de las tropas, llevando en sus alforjas las hilas, los algodones, las vendas confeccionadas por sus hermanas que quedaron en la población o moraban en el extranjero, suspirando por la Patria lejana, atentas a esa dolorosa, pero necesaria refacción de artículos que, en unión de las escasas medicinas que componían los botiquines mambises, debían prodigar algún consuelo a los que la precedían en esas jornadas, en los días en que éstas tenían por epílogo un rastro sangriento y unos ayes desgarradores. Cuando llegaban esos momentos en que el hospital de sangre improvisado en un pequeño valle, señalaba un alto en ese recorrido interminable, la mujer cubana, ligera como una corza, acopiaba de aquí y de allá las piedras que debían formar el fogón de su enfermería para condimentar los cocimientos y los caldos, la mayor parte de las veces ‘‘caldos vacíos’’ (frase mambisa), hechos con las hierbas y raíces a su alcance, que debían contribuir al restablecimiento de sus pobres enfermos a quienes animaba en todos sentidos, augurandoles cada día, al tender la noche su manto de quietud, una aurora que debía traer envuelta entre los pliegues de su manto, la esperanza de un pronto regreso al hogar que, abandonado y frío, esperaba allá, a lo lejos, el alumbrar de la antorcha de la Libertad, para que a él volvieran sus moradores, cubiertos de gloria y de ansias de bienestar para esa Patria querida.
Y el momento profetizado por los labios de la commanera bienhechora llegó para todos. El clarín sonó una vez mas en los campos cubanos, no ya con el sonido vibrante que incitaba a la lucha, sino con el dulce y sonoro que publicaba la paz, que llamaba a las ovejas hacia un redil mejor... La mujer se incorporó, consideró sus pobres harapos, sostenidos a fuerza de quizás que prodigios, se contempló exhausta físicamente, palpó su piel, quemada quizás para siempre por el inclemente sol tropical; sus manos, que, a fuerza de trabajos burdos habían encallecido, pero... se sintió fuerte en medio de la debilidad y la miseria, experimentó la emoción incomparable que deben experimentar los titanes cuando rinden su labor y, después de elevar una oración de gracias al Altísimo y dedicar un recuerdo a los caídos que no pudieron llegar a la meta, alborozada y féliz buscó a sus compañeros y juntos emprendieron la vuelta a la ciudad, mientras un hálito de vida nueva que venía de lejanas tierras, de las praderas donde ya las plantas reverdecían, mecían sus cabellos sueltos de ‘‘madonna’’ emblemática de los ideales cubanos de Libertad.
Dedicación
A ti, cubana esforzada, para quien los sueños de Libertad no constituyeron el mito que sirve de pretexto a los indiferentes, sino algo tangible que con tus manos ayudaste a formar y has llegado a admirar, dedico este trabajo en el ‘‘Primer Congreso Nacional de Mujeres’’, trabajo humilde, pero envuelto en la frescura de la admiración sincera, que viene siendo en el monumento alegórico que en mi corazón te he levantado, lo que serían unos pobres "no me olvides’’, que bordearan con una tenue franja azul de cielo el de granito y mármol que debiera levantarte el pueblo cubano.