Un derecho humano es algo que pertenece a una persona por el simple hecho de serlo. Esos derechos tienen su origen en la naturaleza del ser humano, la cual, desde la visión cristiana, no es otra que la de ser imagen y semejanza de Dios.
Esto significa que, sólo desde la relación con Dios, que es el Creador, un ser humano puede entender plenamente qué derechos tiene.
Por eso, la Doctrina Social de la Iglesia considera que la libertad religiosa es el derecho que estructura todos los demás derechos del ser humano como persona individual.
Negar a Dios es negar al hombre
La aceptación de Dios como fuente de los derechos del ser humano permite entender que los derechos no tienen su fundamento en ningún tipo de legislación, sino en la dignidad de cada persona, es decir, en el valor que tiene el ser humano en sí mismo por ser criatura de Dios. Por tanto, no toca a la autoridad civil decidir si se permiten o no los derechos, sino proteger y garantizar que todas las personas puedan ejercer sus derechos.
Admitir que cada ser humano, por el simple hecho de serlo, es sujeto de derechos, permite reconocer y proteger valores como la libertad de conciencia, el derecho a la salud, al bienestar físico, a la educación, a una vivienda digna, al trabajo, a un medio ambiente sano, a la libre expresión de sus ideas… Nada de esto es un favor que los gobiernos hacen a los ciudadanos, son derechos de los ciudadanos que los gobiernos tienen el deber de defender y garantizar.
Todo esto, como ya se ha dicho, tiene su fundamento en la aceptación de Dios como origen del valor de cada ser humano. Por tanto, según la Doctrina Social de la Iglesia, si queremos una sociedad justa, es imprescindible garantizar un espacio de libertad que permita a las personas buscar y relacionarse con Dios si así lo desean. Cuando una sociedad niega a Dios, en alguna forma termina siempre negando el valor de la persona y sometiéndola a intereses privados.
¿Cómo puede garantizar la sociedad la libertad religiosa?
A través de tres elementos:
- La libertad de conciencia, es decir, la libertad de profesar libremente cualquier religión, sin que el Estado limite, controle o trate de dirigir la práctica de la fe. Evidentemente, esto incluye también el respeto a la decisión libre de no profesar ninguna fe.
- La libertad de culto, o sea, el derecho a manifestar públicamente la religión que se ha decidido practicar o profesar.
- El acceso a lo social. La religión, por sí misma, tiene una dimensión social y pública que le es intrínseca. Es esto lo que a lo largo de los siglos ha llevado a las distintas asociaciones religiosas a ocuparse de la educación, la salud, los damnificados por desastres naturales, los ancianos, los huérfanos, los leprosos…, cuando ha sido necesario. La libertad religiosa implica garantizar que las religiones puedan ejercer esa dimensión social y pública, y vivirla siempre en armonía y en orden al bien común.
Implicaciones:
Nadie ama lo que no conoce. Las personas no pueden elegir y profesar una religión si la desconocen o si se ponen trabas a su expresión. Por eso, para que la libertad de conciencia y de culto, y el acceso al plano social puedan ser efectivos, toda sociedad debe garantizar la posibilidad de manifestar la fe en el sistema educativo, en los medios masivos de comunicación, en los centros de trabajo, en los espacios públicos y en todas las manifestaciones de la cultura nacional de un país.
La libertad religiosa permite que los padres puedan escoger el tipo de educación que quieren para sus hijos, y que se promuevan valores que tengan incidencia en la vida social.
Del mismo modo, que haya libertad religiosa significa la posibilidad de impresión, distribución y transmisión de información religiosa de forma libre, independiente y masiva.
Efectos de la libertad religiosa
La religión no se limita a una creencia, sino que defiende siempre valores esenciales del ser humano, empezando por la conciencia del propio valor como persona y del valor de los demás, lo cual abre a relaciones de respeto, buen trato, justicia, solidaridad, caridad, verdad, libertad… De ahí que haya una relación intrínseca entre la libertad religiosa y la defensa y promoción de valores morales y éticos. Por eso, la libertad religiosa no puede ser vista como un favor o un regalo, sino como un derecho de cada pueblo y de cada ser humano.
Irreligión y muerte
Cuando a un pueblo le quitan la fe, se pierde la visión del ser humano como hijo de Dios y, en consecuencia, se deja de mirar al otro como a un hermano. Una vida sin fe normaliza antivalores que, sin darnos cuenta, se hacen parte de nuestra cotidianidad y generan sufrimientos personales y sociales. Una sociedad sin fe termina por convertirse en una lucha de dominio de unos sobre otros, y genera y oficializa posturas de dominio autoritario y exclusión.
La dignidad humana no se pierde jamás, porque se refiere al valor intrínseco que, como personas, poseemos, pero sí podemos perder la conciencia de esta dignidad, de este valor, en nosotros y en los demás. Acoger a Dios nos permite tener el coraje de vivir respetándonos como lo que somos y respetando al otro en su identidad de criatura-fin-en-sí-misma, porque, cuando alguien empieza a tratar como persona al otro, sea el que sea, empieza a comprender definitivamente su propia grandeza, aquella que lo aleja del mundo animal y que lo salva de convertirse en esclavo.
No en balde escribió José Martí: “Un pueblo irreligioso morirá, porque nada en él alimenta la virtud”.
Texto tomado del Facebook del autor.