Portada/Ileana Sánchez Hing
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La Estrella de Cuba. Apuntes sobre la poesía patriótica en el siglo XIX.
Ensayo introductorio de la antología Guerreros y desterrados. Poesía patriótica cubana del siglo XIX
por Dr. Roberto Méndez Martínez
José María Heredia inaugura la poesía patriótica cubana en 1825, cuando compone “El himno del desterrado”. Aquél que apenas cinco años antes, en la oda “España libre”, llamó patria a la Metrópoli, ha madurado en ese lustro de manera asombrosa. Al asentarse en la Isla descubrirá que las etiquetas de “absolutismo” y “constitucionalismo” son apenas máscaras para contrapuestos intereses económicos. Vivirá el fervor y el sigilo de una conspiración separatista, más novelesca que organizada, que le acarrea un forzoso destierro.
El efímero miembro de los Caballeros Racionales eleva su desengaño a un plano dramático cuando redacta “La estrella de Cubal” y “A Emilia”. Ha elegido a la Isla como patria y clama con un tono operático ante el fracaso de aquello que consideró una gran revolución. Sin embargo, tiene que pasar la prueba del tiempo y la lejanía para lograr un texto en el que haya un auténtico discernimiento de su actitud revolucionaria. Al creer divisar las costas cubanas no puede evitar el tópico de comparar su tierra natal con un paraíso perdido, pero no quedará prendido en el paisaje, sino que podrá, más allá, señalar la gran contradicción entre la belleza natural y el mal social:
¡Dulce Cuba! en tu seno se miran
En su grado más alto y profundo,
La belleza del físico mundo,
Los horrores del mundo moral.
[1]
De esta forma, viene a cerrar el período de los versos que buscan fijar una expresión criolla con el elogio de los rasgos singulares del paisaje insular. La mirada va más hacia adentro, se desplaza a lo axiológico, pero además no se queda en la pura efusión sentimental, sino que llama a los males éticos por su nombre:
Si el clamor del tirano insolente,
Del esclavo el gemir lastimoso,
Y el crujir del azote horroroso
Se oye sólo en tus campos sonar?
[2]
La doble esclavitud, la del esclavo africano oprimido por los propios criollos y la más amplia, la de los habitantes de la colonia uncidos al yugo español, es denunciada por su nombre. De ahí que pueda fijar la separación con un signo geográfico que se erige definitivamente en motivo patriótico:
¡Cuba! al fin te verás libre y pura
Como el aire de luz que respiras,
Cual las ondas hirvientes que miras
De tus playas la arena besar.
Aunque viles traidores le sirvan,
Del tirano es inútil la saña,
Que no en vano entre Cuba y España
Tiende inmenso sus olas el mar.
[3]
Heredia ha logrado situarse en el vértice de esa poesía que aspira a definir a Cuba no sólo a través de la naturaleza, sino más allá, como entidad moral. En su conferencia “Contribución de la poesía al proceso histórico de Cuba en el siglo XIX”, Raimundo Lazo ha explicado acertadamente este proceso:
El ideal de libertad, de la libertad en ingenua y audaz plenitud, polarizó y dio sentido y valor a todas las fuerzas de nuestro proceso histórico durante un siglo. Por eso, relacionada siempre de alguna manera con el gran motivo romántico de la libertad, la poesía cubana de entonces, en cuanto es expresión directa o indirecta del proceso histórico de Cuba, puede insertarse en una escala ascendente de valores que parte de la pura admiración de las bellezas naturales reflejada en el poema descriptivo, pasa después a la expresión del amor a Cuba, síntesis ya, en el espíritu de los poetas, de una sentida realidad humana y de las bellezas de un peculiar mundo físico, y remata, por último, en el canto de libertad, con su lírico significado de liberar para poseer a plenitud el objeto amado, sentimiento y decisión de libertad que nacen, y que el verso expresa, precisamente tan pronto el poeta descubre en aquella hermosa, querida y sólo aparente síntesis cubana de hombre y Naturaleza, la hiriente realidad de un contraste, la dramática oposición descubierta y señalada por la intuición poética de Heredia entre
las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral.
[4]
Se ha producido una ruptura, un salto. Ya no estamos en el balbuceo de lo criollo, sino en el nacimiento de una plena expresión de lo cubano. Lo llamativo es que se trata de una anticipación. El estro poético dicta al joven lo que él mismo no sabrá como encauzar desde el punto de vista político. No sólo fracasarán las conspiraciones a las que se vincule, sino que terminará su existencia amargado por el pragmatismo de los hacendados cubanos y sus voceros intelectuales, que subordinan el valor de la libertad a la custodia de sus capitales y por el penoso ejemplo de las repúblicas americanas donde perviven y se acrecientan los males del pasado colonial.
Lo esencial es que él, incapaz de establecer la ruta para independencia cubana, puede soñar esa República ideal y dotarla de una consistencia tal que se convertirá en un paradigma durante el resto del siglo. Frustrado como líder político, Heredia llega a la plenitud como poeta patriótico por excelencia, más aún, en esa centuria solo se le podrá parangonar con José Martí. Ambos son los dos pilares de una expresión poética marcada por un separatismo auténtico, dictado por una ética irreprochable, y materializada en versos de intensa calidad estética. Precisamente Martí dirá de Heredia, en carta a Enrique Trujillo: “Yo creo en el culto de los mártires. ¿Quién, si no cumple con su deber, leerá el nombre de Heredia sin rubor? ¿Qué cubano no se sabe de memoria algunos de sus versos, ni por quién sino por él y por los hombres de sus ideas, tiene Cuba derecho al respeto universal?”
[5]
En el arco trazado entre el poeta fundador y el héroe por antonomasia hay muy diversas expresiones poéticas, dictadas por actitudes políticas encontradas y hasta contradictorias, redactadas con estrategias expresivas distantes – desde el texto alegórico culto y “en clave” hasta la copla popular que parece una proclama rimada- y con calidades muy desiguales, desde la voz del simple aficionado hasta la altura de ciertos, y escasos, poetas auténticos.
Es preciso tener en cuenta que la diversidad señalada no siempre ha sido comprendida por aquellos encargados de estudiar y promover la llamada “poesía patriótica”, muchas veces reducida a los textos de carácter épico asociados con una explícita intención independentista. Tal posición deja fuera un volumen apreciable de la producción poética en la que se expresan determinadas actitudes, sentimientos y reflexiones sobre Cuba, asumida como patria.
Por nuestra parte, preferimos conservar el término “poesía patriótica”, a falta de alguno más exacto, pero incluir en él los textos que abordan, de manera directa o indirecta, asuntos esenciales de carácter político, social o cultural, relacionados con el país, al que se asume como comunidad de pertenencia, con un sentido espiritual más vasto que el hecho de permanecer simplemente en los límites de su geografía. Esto incluiría no solo la clara prédica emancipadora, sino los versos que asumen una crítica al dominio colonial y sus nocivos efectos para la Isla, aunque sus autores en la vida pública hayan sostenido ideas reformistas, marcadas por cierto matiz anexionista o una aparente actitud de neutralidad. Esto implicaría también las actitudes contrarias a las diferentes formas de esclavitud – no solo la africana- y las creaciones de aquellos que asumen el gradual desarrollo de una sensibilidad y una cultura propias y diferenciables respecto a España, como paso primero para una emancipación, aunque el logro de esta presuponga los más variables derroteros ideológicos. Solo una visión de esta amplitud permitirá relacionar ciertas poéticas del siglo XIX cubano, desde Fornaris y el Cucalambé hasta Luaces y Luisa Pérez de Zambrana.
Nos hemos referido a la poesía “en clave” o encubierta. Se trata de aquella en la que es preciso descifrar, bajo la expresión literal, un asunto completamente distinto. Son textos redactados por autores cultos que desean enunciar ciertas ideas o preocupaciones sin entrar en conflicto con la censura colonial. Para ello es habitual ambientar los versos en un tiempo remoto – sean estos los de la Grecia y Roma clásicas o los de los relatos bíblicos- o en un sitio geográfico distante – dígase la Grecia ocupada por los turcos o la Polonia invadida por tropas del imperio ruso-. Tal estrategia, en principio, permite a un grupo pequeño de lectores informados comprender el sentido de los llamados a la rebelión, al tiranicidio, el reclamo de amplias libertades y hasta la denuncia de figuras prominentes de las estructuras coloniales ocultas bajo la apariencia de Tarquino, Julio César o un bajá turco.
Además, en tales textos no solo se disimula el mensaje sino que es elevada la situación local a un plano universal. Cuba se dignifica con las túnicas romanas o con el vasto decorado de una Babilonia donde los judíos lamentan su destierro. Por eso, aún los desterrados que tienen ya poco que temer a la maquinaria represiva española, componen poemas de este modo, en los que las imágenes ya consagradas por la historia y la literatura aluden a una situación local y hasta personal. Así ocurre con muchos textos de Heredia, desde los poemas “Catón” y “A Sila” hasta la tragedia en verso Los últimos romanos, hallamos lo mismo en Pedro Santacilia cuando parafrasea el Salmo 137: “Junto a los ríos de Babilonia…” y en Joaquín Lorenzo Luaces con la “Oración de Matatías” y “Caída de Misolonghi”.
Un caso muy particular es el de poeta Gabriel de la Concepción Valdés. Hijo natural, mulato y pobre, es casi un marginal en la sociedad de su tiempo. Se ve precisado a sobrevivir con la venta de sus versos. Eso explica que no solo publique en el periódico La Aurora de Matanzas poemas encargados por los poderosos para celebrar cumpleaños, bautizos, aniversarios de bodas, sino que varias veces aparezcan extensas odas dedicados a las reinas españolas, primero María Cristina y luego Isabel. La mayoría de los críticos cubanos del siglo XIX rechazaron estas adulaciones a las soberanas, solo vieron en ellas las bajezas y disparates de un limosnero, sin embargo, en algunos de los pasajes de estas parecía ocultarse la rebelión hacia lo mismo que cantaba.
Así “En los días de Doña Isabel de Borbón” redactada en 1839, tras el “abrazo de Vergara” que pone fin a la primera de las guerras carlistas, el autor parece tomar partido por la reina niña frente a las pretensiones de los seguidores del infante don Carlos. Sin embargo, en medio del enfático poema, hay versos que van más allá de la lucha por la sucesión real:
Calle el que tema: yo no temo, y canto.
Como en las aras del supremo Jove
Juró Asdrúbal rencor a los romanos
Y les mostró de Marte la fiereza,
Yo ante el Dios de la gran Naturaleza,
Odio eterno he jurado a los tiranos.
[6]
No en balde, su amigo y editor Sebastián Alfredo de Morales, al incluir este texto en la edición que hiciera de los versos del vate en 1886 lo rebautizó como “La profecía de Cuba a España”.
Resulta significativo que Plácido no solo asumió los paradigmas y las formas externas de la poesía cultivada por los blancos, sino que tomó del contacto con ciertos autores de la época como Ignacio Valdés Machuca, un pensamiento liberal, que oscila entre un reformismo discreto, como cuando canta en su oda “La Siempreviva” al ministro Martínez de la Rosa y un separatismo que se disimula en sus versos a Heredia o al general mexicano De la Flor. Sin embargo se busca en vano en sus versos una crítica abierta al sistema esclavista o el reclamo de la integración a la sociedad de los descendientes de africanos. Su soneto “El juramento” ataca a un tirano en abstracto, mientras que en “Muerte de Gesler” asume la cuestión del tiranicidio protegido por un asunto histórico – legendario. Para las autoridades eso fue suficiente para condenarlo a muerte, aunque para ello tuvieran que levantarle un cargo de conspiración que no pudo ser verdaderamente probado.
Lo interesante es que fue el trágico final de su existencia el que convirtió a Plácido en un revolucionario. Decenas de ediciones de sus versos, impresas en el extranjero o de manera clandestina en la Isla, circularon en las décadas siguientes a su muerte y avivaron la llama de los sentimientos antiesclavistas y separatistas. La imagen del poeta inocente marchando hacia el lugar de su ejecución mientras recitaba la “Plegaria a Dios” sirvió a Eduardo Machado, a Eugenio María de Hostos y hasta a José Martí para llamar a la ruptura con la España ensangrentada. Una parte de su creación poética, en contacto con la historia, se había convertido en auténticamente patriótica.
Una vertiente particular dentro de la poesía que cuestiona de manera oblicua el estatus colonial es el “siboneísmo”. La evocación de la vida de los primeros habitantes de la Isla, de una condición casi paradisíaca, interrumpida por la llegada de los españoles que casi los exterminarán al imponerles su dominio se convierte en un modo de cuestionar la dominación metropolitana desde su raíz. Tuvo su pilar principal en los Cantos del siboney que dio a la luz José Fornaris en 1855 y en la breve existencia de la revista La piragua, aparecida al año siguiente y a la que Pedro Figueredo Cisneros dedicara una contradanza homónima.
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El siboneísmo produjo un número apreciable de textos, pero la falta de un auténtico conocimiento de las culturas precolombinas muy pronto lo relegó a la estampa pintoresca, a los versos ingenuos llenos de términos de ascendencia aruaca y de héroes románticos armados con arcos y lanzas. Todo su pensamiento se limitaba a la contraposición indio-español y al lamento por el paraíso perdido, como sucede con uno de los poemas más conocidos del período que es “El cacique de Ornofay” de Fornaris. De toda aquella parafernalia confieso que apenas salvaría unos versos de neto sabor popular que todavía hoy declaman algunos ancianos del Oriente cubano, “Hatuey y Guarina” de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (“El Cucalambé”), ese poeta culto y misterioso que, refugiado en la campiña tunera hasta su misteriosa desaparición, fue el mayor cantor auténtico de la cultura rural insular. No es este el único texto indianista del escritor, que compuso también “El cacique de Maniabón”, “El behique de Yariguá”, “Narey y Coalina”, “Bartolomé de las Casas”, “Morgan” y “Caonaba”, todos ellos directa o indirectamente críticos de la Conquista, pero es el más espontáneo y logrado desde el punto de vista lírico.
La despedida del héroe que parte a la guerra nos remite inevitablemente al canto sexto de La Ilíada con la entrevista final entre Héctor y Andrómaca, transferida a un escenario cubano que tiene algo de decorado de ópera. Mas la sencillez del lenguaje y la fluidez expresiva de las décimas con su sentimentalismo de buena ley, le han asegurado una posteridad sin discusiones, pues no es únicamente poesía para leer, sino, sobre todo, versos para memorizar y compartir en espacios sociales diversos desde el campamento mambí hasta la escuela pública:
-Vete, pues, noble cacique,
Vete, valiente señor,
Pues no quiero que mi amor
A tu patria perjudique;
Mas deja que te suplique,
Como humilde esclava ahora,
Que si en vencer no demora
Tu valor, acá te vuelvas,
Porque en estas verdes selvas
Guarina vive y te adora.
-¡Sí! Volveré, ¡indiana mía!,
El indio le contestó,
Y otro beso le imprimió
Con dulce melancolía
De ella al punto se desvía,
Marcha en busca de su grey,
Y cedro, palma y jagüey
Repiten en la colina,
El triste adiós de Guarina,
El dulce beso de Hatuey.
[8]
Un sector menos estudiado y que puede despertar muchas sorpresas es la poesía patriótica cultivada por las mujeres. A pesar de estar sujetas estas no solo a la censura oficial, sino a aquella ejercida por la sociedad sobre ellas, en primera instancia por su misma familia, encontraron modos de expresar su pensamiento y fervor cívico, unas veces de manera disimulada, otras de modo abierto y sin temores.
Es cierto que una de las figuras más representativas de la lírica femenina de este siglo, Luisa Pérez de Zambrana, procuró sustraerse de los conflictos políticos en 1868 y hasta colaboró con el Capitán General Domingo Dulce en la celebración del homenaje a su difunto esposo, con vistas a obtener recursos para sostener a sus hijos, y que sus versos abiertamente patrióticos resultaron muy tardíos, cuando al final de la centuria comenzó a cantar las glorias de los héroes ya consagrados.
[9]
Sin embargo, no hay que olvidar ese poema “en clave” llamado “Impresiones de la Danza La Sombra” escrito en 1855 y publicado en ese mismo año, en la revista Brisas de Cuba, cuando la autora apenas cuenta con veinte años. Lo interesante es saber que esa pieza musical que llena de melancolía el alma de la poetisa se tituló originalmente “La sombra de Agüero” y fue compuesta en Puerto Príncipe por el músico mulato Vicente de la Rosa Betancourt en 1852 en memoria del líder separatista Joaquín de Agüero, fusilado en el año anterior. La pieza, bajo el título más encubridor de “La sombra” circuló por el país, resonó en los pianos de muchos hogares y fue tocada hasta en conciertos por las bandas. Era un modo de sumarse a la resistencia contra la represión. Luisa lo sabía y por eso recogería el poema en la primera recopilación de sus poesías en 1856, bajo el título abreviado “Impresiones de La Sombra” en una versión con muchas variantes y que agregaba a las cuatro octavas originales una quinta conclusiva que hacía más explícita su motivación, pues aunque no nombraba directamente al héroe, aludía a él contando con la complicidad de sus posibles lectores:
Sin duda baja de los cielos mismos
ese raudal de sin igual belleza,
ese mar infinito de tristeza,
esa lluvia de lágrimas y miel.
Que en esa música elocuente y triste
que ya al cielo se eleva, ya se apaga
¡ay! una “sombra” sollozando vaga
con corona de mártir en la sien.
[10]
Más allá de esta página, muy poco conocida, Luisa es la autora de un texto que ganó una celebridad muy extendida, por razones muy ajenas a su voluntad. Se trata de “Adiós a Cuba”. Este poema elegíaco fue compuesto por la joven escritora, a punto de contraer nupcias con Ramón Zambrana en 1858, al abandonar su hogar en Santiago de Cuba para establecerse en La Habana. Se despidió con él no solo de la ciudad donde vivía sino de la región que la vio nacer. El título se apoya en una antiquísima tradición, la de llamar Cuba, de forma abreviada, no solo a Santiago sino a todo el departamento oriental. Sin embargo, el texto fue recibido de un modo más literal, como una triste despedida a la Isla toda, por lo que fue leído, memorizado y asumido tanto por los desterrados por causas políticas, como por aquellos incorporados a la insurrección y alejados de sus hogares. Se sabe que era una de las piezas de recitación casi obligada en las tertulias de la manigua y siempre arrancaba lágrimas a los presentes:
Cuando sobre el espacio cristalino
desplegó, como un pájaro marino,
sus alas mi bajel:
cuando vi en lontananza ya perdidas
las montañas, las cumbres tan queridas
que me vieron nacer:
Cuando abatida vi, del mar salobre
las sierras melancólicas del Cobre
sus frentes ocultar,
con aflicción profunda y penetrante
me cubrí con las manos el semblante
y prorrumpí a llorar.
[11]
De modo que un poema concebido como un asunto totalmente íntimo, por su sinceridad y altura lírica, devino un importante referente patriótico.
Otras escritoras fueron más radicales y aunque parecían atadas a obligaciones filiales o matrimoniales, se entregaron con fervor a la lucha contra el dominio español. Es el caso de la principeña Martina Pierra Agüero quien, con apenas dieciocho años, cuando supo del proyectado alzamiento de su pariente Joaquín de Agüero, bordó una bandera que, acompañada por un soneto, entregó ella misma al patriota en Guáimaro. Eso le valió primero la vigilancia de las autoridades y por fin, el destierro de la ciudad. Aunque se casó con un oficial español, ella, sus hijos y su yerno Esteban Borrero Echeverría, conspiraron activamente por la libertad de la Isla. Conoció y admiró a José Martí, al que dedicó unos versos con motivo de su segunda deportación a la Península y excitó al pueblo para avivar la llama de “la guerra necesaria”.
Su poesía tiene más fervor que novedad, anclada en las maneras del primer romanticismo cuando comenzaba a gestarse ya la revolución modernista. Logra páginas sorprendentes como el soneto “La mujer de Asdrúbal”, significativamente dedicado a su amiga Luisa Pérez, en el que no solo evidencia en fecha tan temprana como 1881 la necesidad de continuar la campaña libertadora, sino la reivindicación del papel público de la mujer, en ocasiones más fuerte y decidida que los hombres para el sacrificio redentor.
La pieza se basa en un hecho con visos legendarios de la historia antigua, narrado en el Libro XXXVIII de las Historias de Polibio. Al final de la Tercera Guerra Púnica, Escipión derrota al ejército cartaginés y la esposa del general Asdrúbal el Beotarca, ante la supuesta rendición de su esposo, se lanza al fuego junto con sus dos hijos. El soneto tiene la impronta de los poemas “en clave” de Heredia y Plácido, pero el escenario clásico resulta avivado por la ferocidad del tono. Nos parece ver a la heroína en el escenario de una tragedia, lanzando los versos como apóstrofes al público:
Tembló palideciendo: vio a su esposo
Doblar ante el tirano la rodilla…
“¡Horror gritó, baldón y vilipendio!
¡Asdrúbal bajo el yugo vergonzoso!
¡Yo no soportaré tanta mancilla!”
¡Y con sus hijos se arrojó al incendio!
[12]
Otras cubanas, a lo largo del siglo XIX, mostraron actitudes semejantes, cada una desde su temperamento y circunstancias personales. Sofía Estévez, una camagüeyana aficionada a la lírica, fundadora de la revista literaria El Céfiro junto con Domitila García, compuso en 1869 sus décimas “A Cuba”, una enérgica protesta por los siglos de dominación colonial, que fueron recogidos en la antología Los poetas de la guerra.
Cuba, Cuba, a quien adoro,
por quien de amor late el pecho,
Cuba, que tienes por techo
cielo azul y rayos de oro ...!
si tú admitieras mi lloro,
si mis penas comprendieras,
si mis tormentos supieras
al pensar triste y sombría
que no eres ya, Cuba mía,
ni sombra de lo que eras…
[13]
Catalina Rodríguez, esposa del naturalista y poeta Sebastián Alfredo de Morales, fue otra convencida independentista, que firmó sus artículos y versos con el seudónimo Yara. Recorrió distintos países de Hispanoamérica donde hizo propaganda separatista. Le correspondió el mérito histórico de ser la primera que cantara en verso a la abolición de la esclavitud africana en la Isla, en el soneto “Redención”, publicado el 16 de octubre de 1886 en el periódico habanero El País, órgano oficial del Partido Liberal Autonomista. El texto no sobresale por su originalidad sino por su condición de documento literario que señala el fin de una institución lamentable, no gracias a la generosidad de la Metrópoli, sino como consecuencia de la crisis generada por la Guerra de los Diez Años:
Ya del látigo vil, oh, Cuba amada!
No resuena en tus campos el crujido,
Ni se llevan tus brisas el gemido
De la madre vendida y azotada.
Ya el fiero mayoral la fusta airada
Ve rota en mil pedazos confundido,
Y contempla de rabia estremecido,
Su encallecida diestra desarmada.
[14]
Habría que recordar también a la camagüeyana Aurelia Castillo fuerte cronista de los padecimientos de sus coterráneas en los campos de la insurrección, como pinta con vivos colores en Ignacio Agramonte en la vida privada. Periodista desde su obligada condición de desterrada de la Isla. Luchadora por la independencia y por los derechos femeninos. Editora de La Avellaneda y de Martí en la República, fue de las que cantó con júbilo en su soneto “¡Victoriosa!”, el izaje de la enseña nacional el 20 de mayo de 1902, como lo hizo también, con semejante ingenuidad y entusiasmo, otra poetisa de la generación siguiente, Nieves Xenes, en el poema “A la bandera cubana”.
Dos antologías resultan imprescindibles para conocer algunas expresiones significativas de la poesía patriótica en la centuria decisiva de la conformación de lo cubano. La primera de ellas es El laúd del desterrado, publicada en New York en 1858. El libro tiene como marco los fracasos del alzamiento de Agüero en Camagüey y las expediciones de Narciso López, en 1851, el descubrimiento de la Conspiración de Vuelta Abajo, el suicidio de Anacleto Bermúdez, el asesinato judicial de Eduardo Facciolo y el fracaso de las gestiones anexionistas del Club de La Habana y del núcleo representado por Gaspar Betancourt Cisneros. El horizonte político se muestra sombrío para Cuba y la poesía es la expresión de resistencia de los escritores desterrados.
La antología abre de manera simbólica con José María Heredia, que ha fallecido en 1839 y en sus páginas se acogen también otros poetas que fallecen antes de ver la luz el volumen: Miguel Teurbe Tolón (1820-1857) y Pedro Ángel Castellón (1820-1856) y se completa con autores en plena ejecutoria: Leopoldo Turla, Pedro Santacilia, José Agustín Quintero y Juan Clemente Zenea. De ellos, solo dos figuras son abierta y conscientemente separatistas: Heredia y Santacilia; Quintero era partidario decidido de la anexión a los estados sureños, participó en la Guerra de Secesión en el bando confederado y fue amigo del presidente Jefferson Davis; Teurbe, Castellón y Turla, tuvieron diversos grados de implicación en los proyectos de Narciso López y en la propaganda anexionista de Cirilo Villaverde.
Zenea tuvo una trayectoria más compleja pues su labor periodística, antes y durante la Guerra de 1868, oscila entre el anexionismo y el separatismo, forma parte del bando aldamista en la emigración dividida y termina aceptando una problemática misión como mediador para buscar la paz sin independencia ante Carlos Manuel de Céspedes, a nombre de los círculos reformistas del occidente cubano, con el apoyo de un sector liberal del gobierno español. Tal maniobra no solo fracasó, sino que dejó al poeta indefenso entre el bando integrista que lo veía como un insurrecto y el independentismo radical que lo consideraba traidor. Su muerte vino a evidenciar no solo las fuertes confusiones ideológicas del momento, sino la trágica división de la emigración cubana.
Para completar el panorama, José Elías Hernández, editor y prologuista del libro, es vicepresidente de la Junta Cubana de New York, dirigida por Gaspar Betancourt Cisneros entre 1852 y 1855 y parece transitar de la decepción del anexionismo a hacia la opción separatista.
En realidad en esta recopilación hay solo dos poetas verdaderamente relevantes para la literatura nacional: Heredia y Zenea, a los que podría añadirse una figura de segundo orden, cuya obra merece que se le estudie mejor: Pedro Santacilia. El resto de los incluidos son apenas versificadores, cuyos textos son útiles como “síntomas” o documentos de las circunstancias históricas. En sus versos se insiste en la denuncia de los crímenes coloniales, el reclamo de la separación de Cuba de la Metrópoli y las penas que los autores sufren en el destierro. Sus voces se ubican en las maneras del romanticismo temprano y su modelo más alto es el propio Heredia.
La muestra del autor de “Niágara” es la más representativa de su valioso quehacer, lo que resulta explicable por tratarse de una obra ya cerrada y consagrada, lo que no sucede en otros casos como el de José Agustín Quintero cuyo poema “El banquete del destierro” no se incluye, aunque es casi el único que la posteridad reconoce como notable entre los suyos y, en cuanto a Zenea, los poemas que aparecen – “El filibustero”, “Diez y seis de agosto de 1851 en La Habana”, “En el aniversario del General López”- oscilan en su retórica entre la influencia de Espronceda y la del enfático Quintana, nada anuncia en ellos al poeta meditabundo y triste de “Fidelia” ni al íntimo y desolado de “Diario de un mártir”.
La segunda de estas antologías Poetas de la guerra, preparada por el General Serafín Sánchez, con la colaboración de Fernando Figueredo, Gonzalo de Quesada y otros, fue publicada por Patria en New York en 1893. Resulta más homogénea en su proyección política, en tanto uno de sus presupuestos básicos era que los autores hubieran participado en la Guerra Grande, con un objetivo que se hace evidente en el subtítulo: “Colección de versos a la independencia de Cuba”. En segundo término, el volumen tiene un propósito abierto y declarado, mover los ánimos favorablemente a la nueva contienda que se prepara. Más que una pura empresa literaria es una acción de propaganda. José Martí en su prólogo quiere dejar claras las razones:
Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces; pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara; porque morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían juntos, eran sublime dístico; el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballería. Y si hubiera dos notas salientes entre tantos versos de molde ajeno e inseguro, en que el espíritu nuevo y viril de los cubanos pedía en vano formas a una poética insignificante e hinchada, serían ellas la púdica ternura de los afectos del hogar, encendidos, como las estrellas en la noche, en el silencioso campamento, y el chiste certero y andante, como sonrisa de desdén, que florecía allí continuo en medio de la muerte. La poesía de la guerra fue amar y reír. Y acaso lo más correcto y característico de ella es lo que, por la viveza de sus sales, ha de correr siempre en frasco cerrado.[15]
Más allá de la disculpa martiana, es preciso señalar que el volumen es una especie de muestrario de modos y voces poéticas. Algunos autores, como Antonio Hurtado del Valle en su extensa oda “A México”, muy marcada por la influencia de Heredia, se mantienen dentro de los modos iniciales del romanticismo, con cierta carga de retórica neoclásica. Una expresión más íntima es la del vate José Joaquín Palma en su epístola “A Miguel G. Gutiérrez” que con su evocación lírica del paisaje oriental parece remitirnos al ambiente del Cucalambé. Aunque los tres – Hurtado, Palma y Gutiérrez- resultan mucho más espontáneos y auténticamente líricos en las décimas improvisadas que cantan a un arroyuelo en Guáimaro, durante los días de la Asamblea Constituyente. Veamos la de Palma con su estrofa única que vale más que todo su extenso poema descriptivo:
La paz, el gozo, el afán
que al espíritu sostienen,
ay! como estas olas vienen,
como estas ondas se van.
Del dolor el huracán
arranca de nuestro ser
las sonrisas del placer,
y nuestras glorias queridas
como estas ondas son idas
para nunca más volver.
[16]
En algunos casos nos sentimos obligados a coincidir con Martí, el valor del autor, el relieve de su existencia, es mucho más notable que la pieza rimada que intenta representarlo. En otros casos sentimos que se ha escogido de un escritor el texto de mayor resonancia épica, el que sirva como clarín para llamar al combate, aunque haya legado piezas más significativas. Ese es el caso específico de Ramón Roa. El camarada de armas de Ignacio Agramonte y Henry Reeve, en primer término, es mucho más notable en la prosa testimonial que en el verso, como demuestra su polémico libro A pie y descalzo. Pero en segundo lugar, aunque no pueda negarse el fervor y estruendo de su composición “A la carga”, es lamentable la omisión de otro poema suyo “La jutía”, que seguramente los antologadores conocían, pero no consideraron digno de colocarse en esas páginas. Se trata de un poema extenso, cuyo estilo parodia con mucho humor la oda neoclásica, dedicado a ese animal autóctono cubano, de extrema su utilidad para los insurrectos que se alimentaban de su carne, destinaban su piel para calzado y hasta empleaban sus tripas para fabricar cuerdas de guitarra. Tal vez llegó a molestar ese tono irónico entre tanto verso grave, pero hay en ese poema una de las pocas expresiones literarias de esa cultura de la supervivencia cuyos ejemplos llenan las cartas y diarios de guerra, pero que muy pocas fue cantada como merecía:
¡Oh, jutía inmortal! Al mismo Homero
el genio no bastara,
discantando tu gloria,
para soñar siquiera cuan preclara
por siempre habrás de ser ante la Historia !
Yo sólo sé que cuando triunfe Cuba
y su bandera a las almenas suba
— porque palma y laurel orlen su frente — ,
la amada patria mía
pondrá sobre su escudo: — "¡Independiente
por la gracia de Dios y la jutía!"
[17]
Un acierto del volumen es iniciar la muestra con la letra del “Himno de Bayamo”. No escapaba ya a quienes prepararon el libro que ese era no solo el canto de guerra por excelencia, sino un texto definitorio para la cultura cubana. Solo colocan las dos primeras estrofas, que eran las que apenas se recordaban cuando este libro se publicó y las que en definitiva se erigieron en Himno Nacional. Por otra parte, Fernando Figueredo, autor de la introducción tenía mucha más claridad que ciertos historiadores posteriores al aclarar que lo sucedido el 20 de octubre no fue la creación de la letra sino apenas una transcripción para su divulgación pública:
La Bayamesa, por La Marsellesa, fue compuesta por Pedro Figueredo, el indómito revolucionario, meses antes del pronunciamiento de Yara. La Bayamesa se tocaba por las bandas criollas de la localidad, se cantaba por las damas y se tarareaba por los muchachos de la calle. Aquel pueblo, que acariciaba ya la revolución, daba así expansión a sus sentimientos patrios mucho antes de lanzarse a la lucha.
[…]
En seguida Pedro Figueredo rasga una hoja de su cartera, y cruzando su pierna sobre el cuello del ardiente corcel, escribe la octava, hoy famosa. El pueblo hizo coro, la cuartilla de papel corrió de mano en mano y el mismo Figueredo ordenó la marcha que al son de la música recorría las calles y entusiasta exclamaba: “––-Que morir por la patria es vivir"; y mientras los españoles se rendían, el pueblo cantaba y el autor de La Bayamesa, ebrio como Rouget de Lisle, ebrio de gozo por su triunfo, hacía popular su canto de guerra.
[18]
Queda bastante claro que si las damas podían cantar el himno es porque este tenía ya su letra y que lo escrito en el momento del triunfo es solo una transcripción de memoria de un pasaje. Lástima que no se aclarara también que Isabel Vázquez, la esposa de Perucho, tuvo participación en la creación de la letra, como armonizadora de esta con la melodía, o quizá mucho más que eso y haría justicia a una patriota injustamente preterida.
Lo que sí quedó fuera del libro fue la otra “Bayamesa”. La conocida canción o romanza creada como serenata, con letra de Carlos Manuel de Céspedes y José Fornaris, para cantarse ante la ventana de Luz Vázquez, pasó pronto de ser una canción de amor a una muchacha, mil veces repetida, para erigirse, tras el incendio de Bayamo, en una canción de resistencia al español. Su texto fue parodiado por un autor anónimo, de modo tan provocador que sencillamente entonar un fragmento en público costó a muchos detenciones y atropellos. He aquí una de las versiones conservadas:
¿No recuerdas, gentil bayamesa
que Bayamo fue un sol refulgente
donde impuso un cubano valiente
con su mano el pendón tricolor?
¿No recuerdas que en tiempos pasados
el tirano explotó tu riqueza
pero ya no levanta cabeza
moribundo de rabia y temor?
Te quemaron tus hijos,
no hay quejas
que más vale morir con honor
que servir al tirano opresor
que el derecho nos quiere usurpar.
Ya mi Cuba despierta sonriente
mientras sufre y padece el tirano
a quien quiere el valiente cubano
arrojar de sus playas de amor.
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Tras el Pacto del Zanjón se extendió en la Isla una atmósfera de pesimismo entre los separatistas, que se hizo especialmente grave en las zonas más devastadas por la guerra. Sin embargo, el reclamo de libertad frente a España siguió nutriendo la poesía de Sofía Estévez y aún más la de Martina Pierra, por entonces ya residente en La Habana y asidua participante en las tertulias de la familia Borrero Pierra, en las que, además de la familia, estaban habitualmente presentes Julián del Casal y Carlos Pío Urbach. Las relativas libertades concedidas por España permitieron lo mismo aclamar la abolición de la esclavitud que reclamar desde los diarios autonomistas el saneamiento de la corrupción colonial.
Es preciso recordar la defensa que el orador y publicista José Antonio Cortina (1853-1884) hiciera en 1882 ante la Audiencia habanera de la revista quincenal El Palenque literario, en la que su director Carlos Genaro Valdés había dado a la luz una nota conmemorativa del aniversario del fusilamiento de Plácido, el 28 de junio, donde declaraba inocente al poeta de la sanción impuesta en aquel turbio proceso de 1844. El director de la Revista de Cuba logró que se suspendiera la sanción a la publicación y en gran medida contribuyó a que se reconociera públicamente a Valdés como víctima del sistema colonial.
Sin embargo, el período lo llena en lo esencial la figura de José Martí. En su adolescencia, la lectura de Heredia, de Plácido, de Luaces, de Sellén, deja huellas en su drama en verso de empaque clásico Abdala. Su elegía a los estudiantes víctimas del 27 de noviembre todavía está en deuda con el tremendismo de Espronceda. Pero su expresión poética madura en el destierro y logra en ella, especialmente en sus Versos libres y en los Versos sencillos la más alta expresión de lo cubano. Martí prolonga y supera los reclamos de Heredia en cuanto al reclamo de romper los nexos políticos con España, la denuncia de la esclavitud africana y la del yugo colonial. Pero, a diferencia de autores anteriores, en su creación no puede separarse con facilidad poesía patriótica, de la de otros temas. Más aún, son raros sus textos de explícito sabor épico e intención propagandística, lo suyo es la honda reflexión ética sobre la identidad de lo cubano y la filosofía del hombre libre en el universo. No es un cantor de batallas externas, sino un autor al que el paisaje, la mujer, el arte, todo lo reconduce hacia la Patria. Recuérdense “Yugo y estrella”, “No, música tenaz”, o “Dos patrias” y casi todas las estrofas de los Versos sencillos.
Ya no se trata de escribir poesía para Cuba o para la guerra, sino poesía desde el interior mismo de lo cubano, desde el combate ético interior. Hay que dar la razón a Cintio Vitier cuando dice en
Lo cubano en la poesía que “en vez de
lejanizar,
enraiza nuestro ser en la raza, en la historia y en el espíritu. Nos liga al misterio del mito prometeico y a las gravitaciones del destino. Nos abre a la trascendencia, a la fe y al sacrificio, Toda su vida y su obra tienen un
sentido fundacional”.
[20]
Al concluir en 1898 la Guerra hispano cubano norteamericana, se produce una especie de eclosión de poesía patriótica. Son textos dedicados a honrar la memoria de Martí, de Maceo, a cantar las glorias de Máximo Gómez. La mismísima Luisa Pérez de Zambrana se siente obligada a salir de su discreta intimidad y tañer las cuerdas heroicas de su lira. Esto va a prolongarse en las décadas que siguen, durante la etapa republicana y tal empeño produce muy escasos poemas sinceros y logrados.
A partir de allí – y eso no correspondería a este trabajo- la auténtica preocupación patriótica tiene que centrarse en otras circunstancias, las de la ocupación norteamericana que tiende un manto de incertidumbre sobre el país. Más que el canto ante las tumbas de los mártires o el discurso ante los veteranos condecorados, la imagen decisiva es la de Bonifacio Byrne, quien, al retornar del exilio, encuentra que en la rada habanera ondean dos banderas. Su conocidísimo poema “Mi bandera”, dedicado al veterano general Pedro Betancourt, perdura no por sus méritos formales, sino porque esa línea inquietante “otra he visto además de la mía” abre una nueva era en la historia y en la cultura cubana, que se prolonga en el soneto “El 20 de mayo”, compuesto por Nieves Xenes en 1903, en el primer aniversario de la inauguración republicana, marcado ya por la crisis de los ideales patrióticos y la decepción. Ahora la Patria tiene otros reclamos:
En el mástil, erguida, desplegada,
ondula de mi patria la bandera,
y bulle sonriente y vocinglera
la muchedumbre en torno congregada.
Como quien ve en el suelo deshojada
la bella flor de su ilusión postrera,
extraña a la algazara placentera,
yo permanezco muda y desolada.
Entre el tumulto alegre y bullicioso,
del sueño de Martí, santo y hermoso,
viene a mí la sombría remembranza;
y al mirar la bandera que se mece
movida por el viento, me parece
que da su adiós eterno a la esperanza!
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[1]José María .Heredia: “Himno del desterrado”,
Obra Poética. Edición crítica de Ángel Augier. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p.141.
[4] Raimundo Lazo: “Contribución de la poesía al proceso histórico de Cuba en el siglo XIX”. En:
Cuadernos de la Universidad del Aire, 48, p.394.
[5] José Martí: “Carta a Enrique Trujillo, noviembre de 1889”. En:
Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, tomo 20, p.355.
[6] Gabriel de la C.Valdés: “En los días de D. Isabel de Borbón”.
Poesías completas con doscientas diez composiciones inéditas. Casa Editorial Maucci, hermanos e hijos. La Habana, José López Rodríguez impresor, 1903, p.373.
[7] Apareció en el Volumen I, número 1, 1856, p.6, en versión para piano. Cf. Zoila Lapique:
Música colonial cubana (1812-1902). La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979, tomo I, p.194.
[8] Juan Cristóbal Nápoles Fajardo: “Hatuey y Guarina”.
Poesías completas. La Habana, Biblioteca Básica de Literatura Cubana, Editorial de Arte y Literatura, 1974, p.155.
[9] Me refiero a textos como “¡Ya llegas! A Máximo Gómez, al entrar victorioso en La Habana”, “Maceo” y “La tumba de Martí”, compuestos a partir de 1898.
[10] Luisa Pérez Montes de Oca: ““Impresiones de La Sombra”.
Poesías completas (1853-1918). La Habana, Colección “Los Zambrana”, Tomo XI, P. Fernández y Cía, 1957, p.87.
[11] Luisa Pérez: “Adiós a Cuba”.
Poesías completas, p.171.
[12] Martina Pierra: “La mujer de Asdrúbal”. Doña Martina de Pierra (1833-1900). Florilegio. Selección y notas de Don Aurelio José Miguel Isamat, Colección Musoteca, Consultado el 16 de febrero de 2018 en http://www.musoteca.com/pdf_files/martinadepierraaguero.pdf , p.117.
[13] Sofía Estévez: “A Cuba” (I).
Los poetas de la guerra. Colección de versos a la independencia de Cuba. Prólogo de José Martí. La Habana: Universidad de La Habana, 1968, p.47.
[14] Catalina Rodríguez: “Redención”.
El País, La Habana, 16 de octubre de 1886, p.3.
[15] José Martí: “Prólogo a Los poetas de la guerra”.
Obras completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, tomo 5, pp.230-231.
[16] Los poetas de la guerra., p.30.
[17] Ramón Roa: “La jutía”.
Pluma y machete. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1969, p.289.
[18] Los poetas de la guerra., p.6.
[20] Cintio Vitier:
Lo cubano en la poesía. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1998. Séptima Lección, p.206.