La fachada de madera del teatro se perfilaba entre los vetustos edificios de la época colonial, casas de familias de altos puntales cuyas tejas de barro se desalineaban con los soles llaneros. El nombre que llenaría toda una época se dejó ver en medio de aquellas humildes viviendas: Campoamor. Desde sus lunetas se pudieron apreciar las primeras películas silentes de Chaplin, pero también las funciones de la compañía de teatro de Cascorro. Jóvenes y no tan jóvenes, hombres y mujeres de diversa procedencia, se empeñaron en hacer un proyecto sin pretensiones mezquinas, digno de sus vecinos Si bien las mejores compañías de los escenarios de Broadway, de los teatros europeos o las del vernáculo del teatro Martí en La Habana, ganaban el aplauso de las multitudes, los lugareños desarrollaron con su propuesta cultural ese carisma autóctono, que revierte las osadías e improvisaciones en valores incuestionables, de merecido triunfo. Quien recuerde o medite sobre el anonimato del pueblo pequeño, sabe que fue el amor la suma infinita de aquellos aficionados sin vanidad, sin aspiraciones de lucro. Había emergido el alma de la llanura en el quehacer de aquellos artistas de ficción.
Fue la época en donde proliferaron los primeros aparatos de radio, enormes; los que después de encenderlos calentaban las bombillas para dejar escuchar la voz lejana unida a mil interferencias y ruidos, anunciando los episodios de los buenos y los malos, o la novela del momento. Al pie de la voz se sentaron los de casa y los de al lado, todo giraba entonces alrededor del suspenso del día, o de cual y tal programa.
Los pequeños jardines comenzaron a declinar en hierba mala, hasta que las flores protestaron. La luz eléctrica desprendía sus pálidos reflejos desde las bombillas de cuarenta y cinco watts, enroscadas a platos de estaño, que como lámparas colgaban de horcones de jiquí: ornamentación pública, privilegio de algunas esquinas del pueblo cuando aún las lámparas de carburo adornaban viviendas y establecimientos. La electricidad generada por la planta de los García brindaba sus servicios de ocho a once de la noche. En las calles más apartadas, con sus casas de adobe y guano, el alumbrado consistía en los tradicionales quinqués, candiles o velas. Por muchísimos años, hasta mediados del siglo xx, aun cuando la electricidad llegaba desde el antiguo central Elia, por aquellas zonas del pueblo las velas y los candiles continuaron iluminando la pobreza de las apacibles y perdidas noches pueblerinas, y las amas de casa exhibían con orgullo sus planchitas de hierro calentadas sobre zinc, en fogones de leña o carbón.
Por el almendro de la escalinata del parque de pelota comenzó a salir “el hombre de negro”. La primera vez fue en una noche de luna llena. Los que vieron la aparición, al día siguiente coincidieron en la bodega de los chinos Antonio y Felipe, donde las “eles” salían del arroz, del olor a manteca de oso y del sonar de las botellas de refresco de “piñita Pijuán”, traídas de Camagüey. Hablaron con temor, ante la sonrisa rasgada de Antonio que, en camiseta de mangas y pantuflas, despachó por muchos años víveres en aquellos cartuchos grandes de papel amarillo. “Era una cosa de dos metros, envuelta de negro”. Se tejieron tantas historias a su alrededor, desde la tesis de una probable infidelidad encubierta, hasta que se trataba de un espía nazi… pero el tiempo se encargó de llevarse al hombre vestido de negro, y aunque aún hoy se mencionan varios nombres, el verdadero se queda entre los misterios de la sabana.
Por aquella época también principió el auge del dulce que Ana Iraola había descubierto en su punto exacto, no igualado jamás por nadie en algún lugar. Su esposo, el manzanillero José Hidalgo Oliva, comenzó a comercializarlo y, una vez construida la Carretera Central, los carros interprovinciales que hacían escala en el bar-restaurante de Lorenzo eran asaltados por un ejército de muchachos pobres, contratados con ese fin, que pregonaban sin cesar: “¡Cremitas, cremitas de leche! ¡Vaya, las cremitas de Cascorro!”. Los precios variaban y los pasajeros ocasionales y habituales comenzaron a llevarlas hacia todos los puntos de la geografía nacional. Cuando Oliva se entregó de una vez a la lucha revolucionaria, fue Erasto Sánchez quien continuó la comercialización con sus secretos bien guardados, para dar el exclusivo sabor al producto que alcanzó a rebautizar a Cascorro como “el pueblo de las cremitas de leche”.
Fue también el tiempo en que el joven Raúl González se destacó escribiendo en la sección “Madrecitas”, de la revista habanera Carteles, y comenzó a ganar elogios y lauros con sus obras, para orgullo de sus coterráneos, que siempre lo han recordado con su sonrisa afable, su serena alegría y su sencillez de hombre de pueblo. Raúl González García trocó su segundo apellido para darse a conocer en cada uno de sus más de veinte libros como Raúl González de Cascorro. Quizá con esa razón sobre todas, cada trece de junio el pueblo conmemora su natalicio con una jornada cultural a la que asisten su viuda Gema y su familia. Son encuentros donde el homenaje hacia el vecino es siempre grande y emotivo.
Aquí, de vez en cuando, en alguna buena memoria vuelve a resucitar el Campoamor. Sin micrófonos ni maquillaje profesional, ni montajes de grandes decorados, se suscita como una aspiración de gloria. Aún se escuchan las voces elevarse al éter, clamando por hacer realidad los sueños, invocando a la vida. Cada estrella es uno de aquellos rostros que sin fama de figurines, sin cámaras o pantallas, apenas con el sincero aplauso y el cariño de sus coterráneos colmaron una época. La bocina del aserradero de los Morales marcando el tiempo por el polvo de los caminos vecinales, señaló la hora fijada… ¡A sus puestos!, silencio, el teatro está lleno, la función va a comenzar. Vuele la ovación eterna.
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Texto incluido en el libro Un soplo de niebla en la llanura, Mariem Gómez Chacour. Editorial Acana. Camagüey, 2015.